70º aniversario de la liberación de Auschwitz

Los olvidados de Mauthausen

Los supervivientes José Alcubierre (izquierda) y Sigfried Meir y Carlos Hernández (de pie), autor del libro, ayer en Madrid.

Los supervivientes José Alcubierre (izquierda) y Sigfried Meir y Carlos Hernández (de pie), autor del libro, ayer en Madrid.

ANNA ABELLA / MADRID

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«No hay que olvidar. Quien ha pasado por un campo no puede olvidar. Yo lo llevo conmigo, aquí», dice señalándose el pecho, a sus 89 años, José Alcubierre, barcelonés de padre aragonés, al que se le rompe la voz al recordar cómo con 14 años llegó a Mauthausen en 1940 desde la francesa Angulema en el triste convoy de los 927, el primero con civiles españoles enviado a un campo nazi. Al poco seleccionaron a su padre para enviarlo al infierno de Gusen, un subcampo cercano. «Nos abrazamos fuerte, quise ir con él pero me lo impidieron. No lo vi más… Tiempo después un compañero me dijo que había muerto, sentí una puñalada». Y otro le explicó cómo: «Siempre iba con otros dos, les llamaban los tres mañicos. Estaban en la cantera y uno, no sé si era mi padre, cayó al suelo. Un kapo polaco le empezó a golpear con el mango de un pico y los dos amigos intentaron protegerle. Pero los kapos les golpearon y patearon a los tres. Así murieron los tres». Cuando hoy se cumplen 70 años de la liberación de Auschwitz y en agosto, 75 que los primeros deportados españoles llegaron a Mauthausen, Alcubierre (con un pin con la bandera republicana), junto al también superviviente Sigfried Meir, un judío rumano de 11 años que fue adoptado por el preso español Saturnino Navazo, evocan en Madrid, serenos pero sin poder contener a menudo la emoción, su historia en los campos nazis. Junto a ellos, el periodista Carlos Hernández, que recoge su testimonio y el de 96 deportados más en el escalofriante y riguroso Los últimos españoles de Mauthausen Los últimos españoles de Mauthausen(Ediciones B).

«Los protagonistas son los 9.328 españoles que pasaron por los campos [más de 5.000 murieron en ellos], hombres mujeres y niños, cuya historia fue enterrada por Franco y olvidada por nuestra democracia, que los calificó de 'daños colaterales' de la transición, que mantuvo la impunidad a los culpables y relegó al olvido a quienes en Francia son héroes. Quise ayudar a sacarles de ese olvido, darles voz y señalar a los culpables de su sufrimiento, porque Franco no fue un cómplice pasivo», denuncia Hernández, que aporta pruebas y documentos y clama para que los deportados reciban al menos una reparación moral del Gobierno español. «A diferencia de España, Francia sí ha reconocido su responsabilidad, les ha homenajeado y les ha dado una pensión. Unas indemnizaciones que en Francia son libres de impuestos pero que si viven en España, el Gobierno se les queda el 21%».

Hernández ha trabajado año y medio en este completo relato de lo que fue el Holocausto y la deportación española, para el que ha realizado 18 entrevistas con supervivientes (cinco de ellos catalanes, como Neus Català) a las que suma material inédito de familiares y memorias y testimonios recabados por otros autores como Montserrat Roig.

@DEPORTADO 4443

El autor solo quería saber la historia de su fallecido tío, Antonio Hernández, que sobrevivió 52 meses en Mauthausen. «Pero con lo que fui descubriendo me indigné. Me cabreó cómo los trataron y quise contarlo». Para ello, ha abierto también el perfil de Twitter @deportado4443, que en cuatro días ya tiene 25.000 seguidores y que hasta mayo dará cuenta, como si fuera en tiempo real, la experiencia de su tío en primera persona, reflejo de la del resto de españoles. «Vivieron una vida de traiciones. Exiliados republicanos que Francia metió en campos, entregados a los nazis, los aliados tras la guerra no les ayudaron a acabar con Franco como esperaban, Stalin también les traicionó y con la democracia sigue el silencio».

Meir era rubio y de ojos azules y hablaba perfecto alemán, elementos que probablemente le ayudaran a salvar la vida. Llegó con sus padres a Auschwitz, donde estos murieron, y acabó en Mauthausen en enero de 1945 tras una marcha de la muerte por la inminente llegada aliada. «Subimos a vagones descubiertos, tenía hambre y frío. Me sentí morir. Debí desvanecerme y alguien me llevaría en brazos. Nunca supe quién».

En Mauthausen montó un escándalo. «Le grité al que iba a cortarme el pelo, 'tú, imbécil, no vas a cortarme el pelo'. Y llamé la atención del comandante Bachmayer, que se acercó y me preguntó de dónde venía. Creo que sintió algo de compasión. Me dijo que no me lo cortarían y me confió a los españoles. Llamó a Saturnino Navazo y le dijo: 'este chico está bajo tu responsabilidad'. Él me sonrió y confié en él. Fe mi verdadero padre», se emociona.

En Navazo halló la bondad que no vio en Auschwitz. «Mi padre era muy religioso y cuando le preguntaba por qué nos pasaba aquello me decía 'No te preocupes, Dios nos protegerá'. Pero en Auschwitz me preguntaba dónde estaba Dios y odié a mi padre por mentirme», confiesa Meir, que siente fobia cuando oye hablar alemán y jamás volverá a Auschwitz. «Allí solo aprendí que no se puede confiar en el ser humano, no puedo entender cómo un pueblo con tanta cultura hizo eso. Allí no había ni pizca de solidaridad, cada uno iba a lo suyo. Se trataba de vivir un día más, de robar algo más de comida, aunque eso perjudicara a otro. Esa fue mi universidad».

PESADILLAS ATROCES

Aunque Meir preferiría haber podido olvidar, «la mayoría de supervivientes -explica Hernández-, como Alcubierre, sienten la obligación de contar lo que pasó. Muchos guardaron silencio durante años y no hablaron ni con la familia [Meir les decía a sus hijas que el número tatuado en su brazo era de la seguridad social]. Todos sufren secuelas, la mayoría aún tiene pesadillas atroces. Las viudas cuentan que sus maridos se quedaban de golpe en silencio mirando al horizonte durante horas. Muchos se suicidaron por no soportar el dolor ni el sentimiento de culpa por sobrevivir. Y sorprende en todos la ausencia absoluta de rencor, porque como dice Alcubierre, '¿qué culpa tienen las nuevas generaciones?', aunque añade que si se cruza con un alemán de su edad no se fía pues no sabe qué hizo entonces».