EL ÚLTIMO LIBRO DEL SUPERVENTAS CANARIO

La última cruzada de Vázquez-Figueroa

El autor propone una forma para alimentar el Sahel en su novela 'Hambre'

Alberto Vázquez-Figueroa, fotografiado en Barcelona.

Alberto Vázquez-Figueroa, fotografiado en Barcelona.

ERNEST ALÓS / BARCELONA

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Alberto Vázquez Figueroa (Santa Cruz de Tenerife, 1936) no solo es el autor que ha vendido 25 millones de libros con novelas aventureras como Manaos, Ébano y Tuareg o, en los últimos años, Coltán o Saud, el Leopardo. También es el quijotesco impulsor de iniciativas como las desaladoras que casi no consumían energía o, ahora, una simple solución para combatir el hambre en el Sahel y el Sáhara. La producción y reparto de cientos de miles de simples bandejas de hierro colado. Y para presentar su iniciativa ha elegido una novela, Hambre (Ediciones B). «Es el primer libro en mi vida que ni lo cobro. Lo que dé, para esto. Y el sistema lo he patentado, pero no cobraré nada a quien quiera regalar estas bandejas», explica.

Sostiene que esta es la novela por la que le gustaría ser recordado: «La novela es importante como vehículo para contar, de una forma más amena, algo que me interesa: cómo se puede reducir de una forma importantísima el hambre en una determinada serie de países, sobre todo los países del Sahel y el Sáhara».

NI AGUA NI LEÑA / Dice que se arrepiente de no haberse dado cuenta en su vida «de qué manera tan sencilla se puede hacer». En su opinión, cuando el problema es triple (ni comida, ni agua ni leña para cocinarla), enviar sacos de arroz o lentejas como ayuda alimentaria es un error. Pero no porque no sea necesaria. «Dicen que no des a un hambriento un pescado, que le enseñes a pescar. Pero en el desierto no hay pescado, ni siquiera hay mar. Y lo primero es alimentar a los que hay, que no tengan que huir, y que los niños no se mueran al nacer».

En su opinión, lo primero sería enviar como ayuda alimentaria preparados inspirados en el gofio canario y enriquecidos («primero se tuesta el cereal y después se muele; se conserva mejor y necesita mucha menos agua a la hora de amasarlo. Era lo que solucionaba las hambrunas en Canarias y Marruecos»). Y la segunda pieza, una simple bandeja, suministrada a millones.

Le pide al camarero la suya, y expone su idea: «Ves a una pobre mujer con tres ramitas intentando hervir un poco de arroz. Evaporando el agua que tanto cuesta obtener. Pero en el desierto hay calor». Pero por toda África se han distribuido hornos solares que han acabado tirados por las cunetas. «Hay que ir a la mayor sencillez. Acumular calor por absorción. Una bandeja negra de hierro colado, si la pones en el desierto llega a más de 100 grados. Y con dos tienes un horno. Y si tiene un agujero y la dejas inclinada por la noche, capta el rocío y lo vierte en un recipiente».

Preguntado por la razón que hizo que su proyecto de desarrollar  centrales de desalación de agua (elevándola a 600 metros) no prosperase, Vázquez-Figueroa no alude a las objeciones técnicas sino a los intereses del Gobierno por impulsar el ruinoso plan de depuradoras que se ha comido cientos de millones de euros. Y aquí sale el Vázquez-Figueroa indignado, aunque ya no hable de ahorcar políticos corruptos sino, solo, de encarcelarlos y obligarlos a demoler con sus manos las infraestructuras superfluas que hicieron construir.

«El problema de este país -argumenta el novelista- no es que los politicos roben, que es grave, ni que no devuelvan el dinero que robaron, que al fin y al cabo son cuatro perras gordas, el problema es que el político, para llevarse una comisión de 30 millones, hace un aeropuerto de 300 millones donde nunca va a aterrizar un avión. O para llevarse 20 millones, desaladoras por 2.000 millones. Los políticos españoles corruptos se comportan como aluniceros, los que cogen un coche y lo estrellan contra una tienda para llevarse 20 frascos de perfume. Qué importa que los devuelvan, el problema está en el destrozo. Con los frascos de perfume no reconstruirás la tienda. Este país lo han alunizado los políticos. Lo han destrozado» .