Antonio López

Genio a fuego lento

El pintor de Tomelloso, referencia mundial del hiperrealismo, ha tardado 20 años en terminar el retrato de la Familia Real. La Corona y España ya no son las que eran.

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LUIS MUGUETA

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Cuando la Casa Real o el propio rey Juan Carlos encargó el retrato de su familia a Antonio López (Tomelloso, Ciudad Real, 1936) pensó quizá que el artista manchego reflejaría en su trabajo toda la verdad y nada más que la verdad. Nada mejor que un pintor hiperrealista para inmortalizar a una familia real. A la vista de la obra, y como cabía esperar, a Antonio López  no se le fue la mano, pero sí el calendario.

Desde que inició el trabajo, el contexto del instante que ha ido fijando el pintor en su lienzo ha desbordado esa imagen por ley de vida, y de aquella España en la que se tomaron las fotografías que le han servido de guía apenas quedan los rescoldos del recuerdo, muy maltrechos por cierto. El monarca padre tenía 56 años,  el entonces príncipe de Asturias, tan solo 26 y en la Moncloa todavía vivía Felipe González. Eran los felices 90 y la España que protagonizaban los personajes de la obra era la de las vacas gordas. Año a año, y así hasta 20, el Retrato de la familia de Juan Carlos I fue creciendo en el imaginario patrio hasta convertirse en leyenda popular. Al cambio en el calendario, Miguel Ángel hubiese pintado cinco veces la Capilla Sixtina, y Velázquez, cuatro Las Meninas.

 

La meticulosidad intelectual de Antonio López ha fijado en la tela a un monarca vigoroso y a una familia española moderna y acomodada. Pero mientras el pintor de Tomelloso sacaba la realidad a la luz y matizaba arrugas, gesto y pliegues, los días, los meses y los años llevaban a los personajes por unos vericuetos tan vulgares como la vida misma. El Rey se felicitó a sí mismo el otro día al observar la obra: «Me veo fenómeno, pero ahora estoy mejor, más descansado», dijo en una frase que encierra un enigma que ya no lo es, precisamente por las demoras de López.

La poca puntualidad del pintor ha dejado un hueco clamoroso entre el instante del cuadro y la vida real. En la tela aún no existen Jaime de Marichalar o Iñaki Urdangarin, ni siquiera la reina Letizia. Los ojos del patriarca no son los del «lo siento mucho. Me he equivocado. No volverá a ocurrir»,  y la juventud casi estudiantil del ahora Felipe VI queda aún muy lejos de la actual gravedad del monarca, empeñado precisamente en desmontar hábitos imperantes en el instante del lienzo.

Fiel a una de sus máximas, López ha llevado su obra al límite de sus propias posibilidades, de ahí que aunque se empeñen y se reconozcan los retratados no son los mismos, ni mucho menos. No es difícil imaginar en López la actitud altiva del artista («he seguido trabajando en otras cosas, no piensen ustedes que soy un vago»), al modo del Miguel Ángel que Charlton Heston perfiló en El tormento y el éxtasis. Este manchego captador de la luz de un instante y la quietud de la piedra, es desde hace mucho tiempo una referencia pictórica universal. Su peripecia creadora en la serie de la Gran Vía madrileña, una especie de Auggie Wren (el personaje al que da vida Harvey Keitel en Smoke) con caballete, es un hito en la historia del arte moderno. La habilidad con la que el pintor capta la realidad de paisajes que aparentan lo irreal lo ha convertido en un artista único. De aspecto parco pero de discurso contundente cuando habla de su trabajo y de sus inquietudes, el manchego ha enseñado al fin uno de los retratos más famosos de España, fama sobrevenida por los plazos más que por la técnica o la sorpresa.

Objeto de miradas

Quizá para el incomodo del autor, el retrato de la familia real va a trascender su propia esencia y va a ser objeto de miradas más penetrantes que las del público en general. Manuel Vicent amenaza con escribir algo inspirado en la inspiración de López, y apunta ya alguna de las coordenadas de su mediterráneo pensamiento:  «Fíjese en la distancia que hay entre la Reina y Felipe, es como si se quisiera remarcar la separación entre el futuro del nuevo Rey y el pasado de esta familia», afirma el escritor, para quien es significativo el hecho de que Juan Carlos pose la mano derecha sobre el hombro de la infanta Elena, «y simplemente acerque la izquierda a su mujer en un gesto como de ayudar a la marcha». Parece claro que el retrato no va a descansar en paz ni colgado.

En torno a su obra y obligado al análisis, Antonio López se muestra muy crítico con el país que no se vislumbra en el retrato real. El artista cree que hay mucha suciedad en el arte y asegura que «es un reflejo de la suciedad en la sociedad. La vida política está descompuesta y eso se refleja. Creo que hasta que la mierda no nos asfixie y se acaben los espacios de tranquilidad, no tocaremos fondo, única manera de renacer».  El talento crítico del artista no es precisamente el que se atribuye históricamente a un pintor de la Corte.