Análisis
Y no estaba muerto, señoras y señores
Le conocí cuando yo debía tener 17 años y él 30 y muchos en su amplia casa del Eixample, seguramente de Núñez y Navarro. El periodista Fernando del Collado, de mi edad, y un servidor le pedimos una entrevista para el programa Ràdio-Scope de Salvador Escamilla: nos trató como a profesionales y con cariño añadido. No volví a estrecharle la mano -él ya convertido en Orson Welles- hasta una de las penúltimas ediciones del acto del Onze de Setembre en la que cantó El mig amic, su única pieza en catalán y dedicada a su padre, trashumante vendedor de paño que, enredant per aquí i enredant per allà, había logrado engatusar a la Benemérita. Sí, Peret (uno de los escasísimos nombres artísticos en lengua autóctona antes de la Nova Cançó) enseñó a algunos desconfiados que la gitanería era compatible con la catalanidad y la decencia. También cantó en romaní, la lengua de los suyos.
La rumba catalana, como su hermana habanera, se produjo muy mayoritariamente en castellano, hasta que el argentino Gato Pérez -¡oh, paradoja!- decidió que el catalán podía asumir enigmáticos términos como cuchíbiri cuchíbiri, y fue entonces cuando muchos descubrimos que la Mariola de Lleida era la patria sanjuanera del garrotín. Muchos han intentado viajar al big bang de la rumba catalana, en los años 40 del lejano siglo XX y han vuelto sin respuesta; los geógrafos acordaron fijar su lugar de nacimiento en la arrabalera y barcelonesa calle de la Cera, territorio de Pere Pubill Calaf. Su contrincante en la paternidad del nuevo ritmo, mezcla de tanguillo flamenco, mambo cubano y unas gotas de rock and roll, fue Antonio González, El Pescaílla, hijo del Tío González y, luego, marido de Lola Flores. En la fachada del número 8 de la calle de Fraternitat, en Gràcia, una lápida del Ayuntamiento le recuerda como creador de la Rumba Catalana. ¿Uno fue el creador y el otro el rey? La lista de los que les precedieron y acompañaron es altamente eufónica: el Tío Polla, el Tío Mero, el Marqués de Pota, el Toqui, el Chango, el Linus, el Polvorilla, el Huesos, lo Parrano, l'Orelles, la Marelu... Como lo son los nombres de los personajes que el rumboso rumbero nos dejó: Don Toribio Carambola, los Gitanos Antón y Fino, el Mig Amic, Chi Chi Pau, el Muerto Vivo, la Gitana Hechicera, Belén Belén, Margot, la Pícara María y el Borriquito.
Peret cantó para los conductores del 600, para los primeros turistas y las suecas, para su Santa y para las putas (Que levante el dedo). Nunca para Franco en El Pardo, pero sí en Eurovisión (Canta y sé feliz fue poco votada por el muy reciente garrotín vil con el que el Generalísimo ejecutó a Puig Antich, en 1974), en los Juegos del 92 y en el independentista Concert de la Llibertat. En 1985, harto de ventilador y juergas que clausuraba el amanecer, descubrió a Dios y se puso, lejos de los tablaos, a descifrar sus renglones torcidos.
Sus más allegados (Dusminguet, La Troba Kung-Fú, Estopa, los Amaya, los Manolos, Sabor de Gràcia, Rumba Tres...) no llorarán, le cantarán; ninguna lágrima caerá en la arena, porque todos nos tomamos muy en serio su evangelio hedonista. Peret no está muerto, señoras y señores, no, no, que está tomando caña, mucha caña.
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