RELATO. MI BANDA SONORA / 4

1978. AC/DC

Hoy resulta difícil hacerse una idea de lo que representaron los primeros álbumes de AC/DC. En los 'babyboomers', el apogeo de rabia adolescente coincidió con la superación del franquismo. Las guitarras de AC/DC fueron la banda sonora de aquel momento de desconcierto.

1978 AC/DC_MEDIA_1

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VICENÇ PAGÈS

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Es una ley natural: a los 14 o 15 años descubres un grupo que te hace la vida soportable. Según el momento, pueden ser los Who, Led Zeppelin o Nirvana. En mi caso fue AC/DC.

Ya conocíamos el rock que venía de los 60, y también el hard rock. En verano algún vecino nos había dejado el Made in Japan de Deep Purple. Los acordes de Smoke on the water eran los primeros que aprendíamos a tocar con la guitarra, pero considerábamos AC/DC más contundente, más visceral. En aquel 1978 dominado por Elton John, Dire Straits y los Bee Gees, el primer elepé de AC/DC grabado en directo sonaba airado como solo lo son los 15 años.

El resto de grupos eran dinosaúricos al lado de las canciones de If you want blood (you've got it). Se iniciaban con los riffs desgarrados de Angus Young, después entraba el resto de los instrumentos y finalmente la voz de Bon Scott, un poco demasiado aguda pero suficientemente auténtica. Para mí, en aquella época la imagen de AC/DC era la de un casete Sony de 60 minutos con la etiqueta naranja. Tardaríamos años en ver los vídeos en los que Angus Young se retorcía sobre el escenario y Bon Scott se plantaba como un gallito ante el micrófono desafiando al mundo. Los videoclips no habían llegado y los programas de música eran raros. Los más avanzados compraban la revista musical Popular 1 y nos la dejaban cuando habían repasado todos los artículos.

La fórmula AC/DC era sencilla: tocar fuerte y deprisa, como si el mundo estuviera a punto de acabarse. Hoy día resulta difícil hacerse una idea de lo que significaba escuchar aquella energía guitarrera en los años de la Transición. Costaba entender lo que estaba sucediendo en el país y en el mundo y no había ninguna certeza sobre el futuro, pero la energía de aquellos australianos creaba unos breves espacios en los que teníamos la sensación de que todo estaba en su sitio. Después se han diseñado constelaciones de rebeliones estandarizadas, con pequeñas variaciones de terminología, de ropa, de ritmo. En 1978, sin embargo, no había ninguna duda: aquella gente era de verdad. Bon Scott no tardaría ni dos años en morir, justo después del éxito mundial de Highway to hell. No fue una muerte anunciada, ni una agonía televisada, ni un largo flirteo con las drogas de última generación, tan solo una noche con demasiado alcohol. Tenía más del doble de años que nosotros. ¿Se trataba de dejar un bonito cadáver, no?

Si hubiéramos podido ir a un concierto de AC/DC no nos habríamos puesto ningún uniforme. Bon Scott se limitaba a cantar, con camiseta o sin, y Angus Young se disfrazaba con la ropa escolar que hizo popular el travieso Guillermo Brown, aunque acababa tocando con el torso desnudo. Fue más tarde cuando surgieron tribus ad hoc con unos peinados, unos brazaletes, unas camisetas e incluso unas bebidas diferenciadas. Tampoco habían aparecido las complicadas derivaciones musicales del drone metal, el sleaze rock o el trashcore.

En 1978, cuando alguien iba a Londres volvía con discos que aquí no existían, con las canciones que era imposible oír en ningún programa de radio o televisión. Nos perdíamos muchas grabaciones, pero aprendíamos a fijarnos en la coherencia de cada longplay, en la sucesión de temas, en la adecuación de la portada al contenido. Hoy día es tan fácil concentrarse en los hits, saltarse las canciones que no han tenido éxito, que cuesta hacerse una idea de la evolución musical de cada grupo, de los pasos adelante, hacia atrás o a un lado. Hace poco vi un reportaje en el que se preguntaba a los jóvenes que iban con los auriculares puestos por la calle qué música oían. La mayoría tenía que consultar su ipod antes de responder. Estamos lejos de aquellos años en que podíamos escuchar el mismo disco durante meses, conocíamos cada detalle de la portada, sin acceder a ningún otro disco hasta que lo aburríamos.

La escasez de material tenía otro efecto. La discografía familiar acumulaba gustos de diferentes generaciones, obsequios no deseados, discos regalados por La Caixa, otros que nos habían prestado alguien que habíamos olvidado. El resultado era de una heterogeneidad considerable. Se mezclaba la rebelión y la Eurovisión, la chanson y  la música negra, Ray Coniff y los Stones, la rumba y la música de películas, Ugo Tognazzi y Gardel, Maria del Mar Bonet y Chopin. Como levantarse para cambiar el disco daba mucha pereza, escuchábamos cada cara hasta el final. Eran siempre las mismas canciones, sin filtros ni elipsis. Finalmente, nos convertíamos en unos expertos de los discos que el azar había congregado en nuestra casa. Hoy, suena una canción en la radio y de pronto resulta que la habíamos escuchado mil veces, nos acordamos de todos los matices, aunque no sabríamos decir si nos gusta, pero nos da lo mismo ya que por un momento deja entrar el aroma del tiempo.

Oídas hoy, aquellas canciones de AC/ DC conservan toda su rabia. El inicio de Bad boy boogie, el ritmo de High voltage o de Let there be rock mantiene la misma agresividad de entonces, pero la identificación generacional se ha perdido. Ahora ya no tenemos ganas de saltar ni de mover la cabeza arriba y abajo, sino que vemos en ello una evolución natural del rock de los inicios de los 70, canciones que pueden animar cualquier fiesta con un toque de postureo vintage. Entonces, sin embargo, nos iba la vida en ello. No en sabiem més, i sabíem prou: teníem quinze anys.

Y MAÑANA:

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