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...Y el silencio enmudeció

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MAYTE MARTÍN

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La tarde del 13 de diciembre de este año a punto de agotarse, la música blanca, la que encierra todos los sonidos que puedan existir: el silencio, se quedó mudo.

Cuántas cosas se dirán, se habrán escrito ya del maestro Morente. Se ensalzará su incomparable talento, su poderosa personalidad, su imaginación inagotable. Todo ello es cierto y de justo reconocimiento; pero yo tengo la irrefrenable necesidad de hablar de otra cosa, de lo esencial, que por supuesto ramificaba en su arte, pero que tenía su raíz en su alma noble, libre y generosa. Quiero hablar de lo sagrado de su aportación al mundo de los mortales, flamencos y no flamencos, que somos lo mismo. De su poderoso impulso libertario extendido desde siempre a todos los aspectos de su vida; su sentido de la ética, esa palabra sagrada en peligro de extinción, su sólido compromiso con los valores que el embrutecimiento del universo amenaza con relegar. Esa es la mayor pérdida y el mayor de los regalos que Enrique hizo a quienes tuvimos la fortuna de cruzarnos en su camino. Su religión era todo aquello que para otros es simple romanticismo.

Su silencio eterno es un grito a la libertad; a la lucha por proteger la integridad en el arte, lo único que de verdad eleva las almas y hace tener la certeza de que un mundo mejor es posible. Después de Morente, se ensancha nuestra obligación de preservar ciertas cosas de las que él era ejemplo vivo. Es tan esperanzador que aún haya cosas que no tienen precio... Al día siguiente de su recital en El Molino (colaboración que le pedí para que echara el agua bendita a un proyecto que nace gracias a ese idealismo que para él era religión y para otros romanticismo), me llamó para decirme que no quería cobrar, que esa era su aportación a la hermosa y difícil peregrinación que yo había emprendido en pro del flamenco del alma. La noche del 23 de noviembre Morente cantó como si supiera que sería la última vez que lo hacía, rendido a la fragilidad de la vida. Diría que presintiendo su muerte.

Después de esa mágica noche, los que tuvimos la inmensa suerte de estar allí, la noble causa por la que nos regaló su arte, los idealistas y el flamenco (cuyo patrimonio, como él dijo, debía ser la humanidad y no al revés) estamos ya por siempre benditos.