LOS TESTIMONIOS

Shlomo Venezia: «No había esperanza de vivir»

Shlomo Venezia, a finales de mayo en Madrid.

Shlomo Venezia, a finales de mayo en Madrid.

A. A.
BARCELONA

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Nada más llegar a Auschwitz la madre y las dos hermanas pequeñas de Shlomo Venezia desaparecieron en las cámaras de gas. Él explica su experiencia por teléfono desde Roma.

-¿Cómo llegó al Sonderkommando?

-Los alemanes querían gente para trabajar y mi hermano, mis sobrinos y yo dijimos que éramos barberos sin serlo. Nos dieron unas tijeras grandes y nos dijeron que cortáramos el pelo a las mujeres muertas que lo tenían muy largo. Yo vi cómo a tres jovenes judíos ortodoxos que se negaron a trabajar en el crematorio por su religión los mataron enseguida. No teníamos elección.

-¿Era el peor trabajo posible?

-Muchas veces yo cambiaba mi puesto con el de un amigo que tenía que sacar los cadáveres de las cámaras de gas porque estaba cada vez más flaco y triste. Era un trabajo muy duro. Dentro de las cámaras era horrible porque no todo el mundo moría igual. Unos eran más fuertes otros menos. Había cuerpos con los ojos fuera, otros con sangre en las orejas. La muerte habría sido mejor de un golpe de culata en la cabeza. La horca y el gas eran terribles porque tardaban 10 o 12 minutos en morir.

-¿Cómo podía usted soportarlo?

-Yo era muy joven y mi cuerpo era fuerte, mi familia era pobre y estaba acostumbrado a las privaciones. Eso me dio fuerza para vivir. Muchos se dejaron morir. No creíamos que podían liberarnos, solo pensabamos que un día nos matarían, porque cada tres meses seleccionaban a los que trabajaban en el crematorio para matarlos. Piensas que vas a morir y te conviertes en un robot, dejas de ser persona. El no pensar, no reflexionar, nos ayudaba.

-¿Tenía miedo a la muerte?

-No había esperanza de vivir. Los alemanes no querían dejar testimonios vivos, solo muertos con piel y huesos.

-En el libro explica cómo vio a un familiar entrar en las cámaras de gas. 

-Sí, a un primo de mi padre, León Venezia. Todos rogábamos para que nadie que conociéramos entrara allí. Me llamó él. Yo no lo reconocía porque había cambiado mucho desde que llegamos juntos al campo, era todo piel y huesos. Yo estaba desesperado porque él quería que lo salvara pero nadie podía ocupar su lugar. Hoy te toca a ti, mañana me tocará a mí. Le dije si tenía hambre y me dijo que sí. Corrí a buscar unas sardinas y algo de pan que tenía guardado y se lo tragó todo. Me preguntó si tardaría en morir y si se sufría. Le mentí. Le dije que sería rápido y que no sentiría nada. Un alemán empezó a gritar y le acompañé a la puerta.