ENTREVISTA CON EL Dramaturgo

Salvador Távora: «Cante y prostitución han ido muy unidos»

Lleva casi 40 años al frente de La Cuadra y ahora su nieta es la protagonista de 'Flamenco para Traviata', que el martes llega a BCN.

NÚRIA MARTORELL
BARCELONA

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–Por fin su Traviata 

–No. Pero por muchos teatros ya han entrado caballos y el nuestro es muy particular. Por otro lado, este mismo ya estuvo en el Mercat de les Flors.

–¿Cómo se llama?

–Cascanueces; es precioso.

–¿Será un espectáculo diferente al que se pudo ver en el Festival de Peralada el pasado verano o del que se estrenó hace ya más de dos años?

–En Peralada fue una sola función y ahora serán 14. Y más que evolucionar, ha madurado. Cuando un espectáculo vuelve a caminar, a revivir, lo hace con más fuerza. Es como una resurrección. Llevamos más de 15 días ensayando y todos lo hemos acogido como si fuera nuevo, en todos los sentidos.

–Pero sigue sin poder traer a Barcelona su Carmen

–Tal y como dije cuando me prohibieron su representación, todo debería dialogarse. No debería haber actitudes radicales. Mi intención ha sido la humanización de la lidia a un nivel que no está en las corridas.

–Usted que fue torero durante 10 años, ¿puede entender que alguien esté en contra de las corridas?

–Perfectamente. Sobre todo los que no están familiarizados con ellas. Acepto todas las actitudes y hasta quizá tengan parte de razón... La corrida ha sufrido modificaciones desde que se reglamentó en 1845, de modo que ¿por qué no puede cambiar ahora?

–¿A qué se refiere? ¿En qué les da la razón?

–En el tema de la proximidad a la hora de ver morir al toro tan cerca.

–También fue cantaor. Sin todo este bagaje, ¿hubiera sido posible que juntara el flamenco con el teatro?

–La particularidad de nuestro trabajo es que todos los materiales de mis creaciones forman parte de mis vivencias y que mis compañeros los asumen como suyos. El flamenco forma parte de mi infancia y de la de muchos andaluces. Cuando en 1972 vine por primera aquí lo hice con cantes que invitaban a la reflexión. En Quejío había martinetes, seguiriyas, tarantos y ¡hasta dos peteneras!

–¿Y no temió al presunto malfario de las peteneras?

–Las reservé al final y el público acabó de pie. Una letra decía: «Qué más da muerto que vivo, si te tienes que callar...»

–Y ahora reivindica el fandango, este palo tan mal visto por muchos flamencólogos.

–No se valora al fandango por puro desconocimiento. Es el cante que caracteriza a cada cantaor porque tiene una libertad en su interpretación impresionante. Hubo un tiempo en el que no se podía ser cantaor sin tener un estilo propio y precisamente este estilo lo daba el fandango. En Sevilla cada barrio tenía su fandango particular y su cantaor particular; formaba parte del debate social de entonces, era un elemento de comunicación. Y sí, he querido reivindicar también a los que lo cantaban en aquella época, muchos de ellos artistas que morían en la indigencia, y mezclar su legado con la llamada música culta.

–Y suenan desde Pepe Pinto hasta Camarón, por citar dos ejemplos.

–Con Pepe Pinto hicimos muchas letras juntos y Camarón fue también alguien muy próximo.

–Pero algunas letras las ha adaptado para la obra, ¿verdad?

–Algunas sí, pero otras parecen haberse escrito para La traviata. En realidad, el cante y la prostitución han ido muy unidos, y como la protagonista de esta ópera es una prostituta, aunque de altos vuelos... Por ejemplo, hay un cante de El Bizco de Amate que dice «...me pedía que la besara en las manos, que en la boca no quería» porque muchas prostitutas eran tísicas como la Violeta de Verdi. En esta obra hay muchos recuerdos de la posguerra, con un nivel de creatividad surgido de la necesidad de gritar. Creo que el teatro tiene que volver a asumir el compromiso artístico que le corresponde. La función social y artística debe de cumplirlas siempre.

–Rechaza el término fusión porque «robaría la identidad de cada arte». ¿Tiene una palabra alternativa?

–Es el momento de poner todo en su sitio. Detesto que arrebujen las cosas. La palabra podía ser: colectivo.

–¿Es cierto que fue Núria Espert quien le introdujo en La traviata cuando le pidió que trabajara en el montaje que estrenó en la Royal Opera de Glasgow en 1988?

–Sí. Fue un momento extraño. Glasgow, la ópera... Todo me quedaba tan lejano. Pero fue cuando comprobé que mis atrevimientos, recibidos inicialmente con recelo, no solo superaban esa desconfianza sino que se traducían en agradecimientos. En gestos de estímulo. En vitalidad.

–La Cuadra lleva presentadas 21 obras, todas suyas, por 35 países. Y suma ya más de 4.000 representaciones. ¿Imponen las cifras? ¿Se ha marcado nuevos objetivos?

–Me parece que todas estas cifras  nunca han existido. Para mí el arte es una enfermedad utópica. Me gustaría que la cultura dejara de estar centralizada. En mi barrio, donde he creado un teatro estable, falta mucha cultura. Y que la globalización se interprete como la suma de particularidades. La identidad une.