tú y yo somos tres

Las cabras no se lavan los dientes

FERRAN MONEGAL

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Ha concluido la aventura de los granjeros que buscaban esposa en Cuatro, y aunque parece que no la ha encontrado todavía, ha sido el cabrero Pedro, indiscutiblemente, la gran estrella de esta edición. ¡Ah! Este muchacho rupestre y asilvestrado, noble y transparente como el agua, cuidador de cabras en Vezdemarbán, nos ha deparado momentos muy disfrutables. El programa ha mojado pan en sus declaraciones y comentarios, y como broche final ha elaborado un rosario con todas estas perlas cultivadas. Uno de los momentos más agropecuarios fue cuando sus dos pretendientas (María y Amara) le obligaron a lavarse los dientes en el lavabo. Él se resistía, exclamando: «Yo no me cepillo los dientes porque no me va. Nunca he visto a mi burro lavarse los dientes. Jamás. Ni a ninguna de mis cabras». Y claro, ante argumentos de tamaña solidez, solo cabía desternillarse. La verdad es que las chicas, en vista de su rupestre estilo existencial, a veces intentaron tomarle un poco el pelo provocándole situaciones de cuidado. Una noche, por ejemplo, se metieron las dos en su cama, a incitarle, a escalfarle la bragueta, por decirlo liso y llano. Y él acabó echándolas, articulando el siguiente razonamiento, absolutamente intachable: «De dos en dos, lo único que hacen es calentar el horno, pero después no meten los bollos. Y eso no se le puede hacer a un ser vivo. A mí no se me ocurriría meter a una yegua en la cuadra del caballo, y al cabo de dos vueltas, sacársela. El caballo se volvería loco y hasta se podría matar. Y así me he quedado yo, revolcándome en la cama hasta que se me ha bajado el hidraúlico». ¡Ahhh! La literatura oral que utiliza este muchacho es de un realismo, de una sensatez, y de un sentido común, incuestionables. Uno de los momentos más hermosos ocurrió cuando Pedro y Amara se sentaron en lo alto de un risco, una elevación natural en mitad del campo zamorano. Ella, callada, se entretenía oteando el horizonte. Y él miraba hacia abajo, hacia donde pastaban sus cabras. Y de pronto Pedro se giró, miró a Amara, y con una suavidad extraordinaria le lanzó el siguiente apunte sobre la marcha. Dijo, susurrando: «Qué dura es la vida del cabrero», y tras un silencio denso, levemente tiznado de tristeza, añadió: «¡Y sentimentalmente más!». ¡Ah! No sé si Amara llegó a calibrar la profundidad del detalle. Les puedo asegurar que las cabras allí presentes le entendieron al instante.