Análisis
El monopolio de la violencia
Luis Mauri
Director adjunto
LUIS MAURI
Las sociedades democráticas ceden el monopolio de la violencia al Estado a condición de que este lo administre de forma justa, transparente y ceñida al derecho. Este pacto incluye que el Estado vele (se desvele, debería poder decirse) por impedir que la fuerza pública abuse de su condición monopolística en el recurso a la violencia.
Esto es la teoría. Como se sabe, la práctica siempre suele ser más angulosa y esquiva. Como sucede con cualquier actividad humana, el ejercicio de la fuerza pública está sujeto a la posibilidad de error y de abuso. Esto no es intrínsecamente malo ni bueno, simplemente es. Y tampoco debería suponer un problema insalvable, siempre que la Administración se aplicase diligentemente en la prevención de los errores y el castigo de los abusos.
Cuando esta regla no se cumple escrupulosamente sí que hay un problema, y bien gordo: la concesión del monopolio de la violencia al poder público requiere que el depositador tenga una confianza plena y justificada en el depositario. Si este último no se hace merecedor de del grado máximo de confianza, el pacto se resquebraja y el ciudadano puede empezar a sentirse amenazado en vez de protegido.
¿Qué está pasando con los Mossos? Demasiados errores, demasiados abusos en tan poco tiempo. Están los malos tratos infligidos a detenidos, a veces en la calle, a veces en la comisaría. Está ese ominoso récord internacional en mutilación ocular de ciudadanos con munición de goma disparada por la brigada antidisturbios: Ester Quintana, Nicola Tanno, Jordi Naval, y así hasta siete tuertos, además de otros cuatro heridos de gravedad en cinco años. Están las imágenes del ensañamiento, de los golpes innecesarios a Juan Andrés Benítez cuando el hombre ya se halla reducido e inmovilizado en el suelo por ocho agentes. Pero, por encima de todo eso, está la falta de transparencia, de explicaciones verosímiles, de asunción de responsabilidades; la falta, en suma, de voluntad o coraje políticos para corregir errores y sancionar abusos.
En vez de eso, Interior no tiene empacho en exponerse a la vergüenza de ofrecer versiones que la realidad se encarga de desmentir al punto. ¿Cuántos relatos falsos ofreció el exconseller Felip Puig (después de haber revocado el efímero código ético de los Mossos impulsado por su antecesor, el linchado Joan Saura) sobre la actuación de los antidisturbios la noche que a Quintana le fue arrebatado el ojo izquierdo?
Nadie está vacunado contra las malas prácticas, pero ante el abuso consumado solo hay dos opciones: o se sanciona, o se le da amparo. Aquí radica la diferencia, la clave de la imprescindible confianza.
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