DE LA PATERA AL ABANDONO EN BARCELONA

Los menores que duermen en comisarías llevan semanas sin ducha ni atención médica

Guillem Sànchez / Carlos Màrquez Daniel

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Llevaban un mes planeando la huida. Los hermanos RashidYossef y Amine -de 14, 15 y 16 años- escuchaban en su pueblo de Er-Rachida, una zona desértica del este de Marruecos conocida solo por los dátiles, historias de la cercana España. Y al compararlas con la que les esperaba allí, eligieron soñar. Se marcharon tras el rezo de la madrugada, sin decir nada a sus padres, que al levantarse descubrieron que tres de sus cuatro hijos se habían esfumado. Comenzaron el viaje llevándose un botella de agua y pan. Nada más. Hasta Tánger llegaron pidiendo limosna para el autobús. Y en este puerto, un pescador se apiadó de ellos y les dejó que se colaran en su barco. Cuando el pesquero bordeaba Tarifa, les fue a buscar al escondite para avisarles de que era hora de saltar por la borda y seguir a nado hasta la costa española. Al hermano que no sabía nadar lo ató a un salvavidas. Acabaron internos en un centro de menores de Algeciras, del que huyeron con la idea de venir a Barcelona. Rashid, Yossef y Amine son tres de los menores desamparados que, como Achora (15 años, Casablanca), Ilias (15 años, Er-Rachidia) o Acraf (18 años, Kenitra), duermen desde hace al menos 10 días en la comisaría de los Mossos de Ciutat Vella. Durante este tiempo, ninguno se ha duchado, ni se ha cambiado de ropa, y apenas ha probado otra cosa que no sean los bocadillos que la policía catalana sirve a los presos bajo custodia en los calabozos.

La crisis de los menores no acompañados ('menas') ha desbordado a la Direcció General de la Infància i l’Adolescència (DGAIA). Durante el 2017, llegaron 1.489. En lo que llevamos del 2018, han venido más de 2.000. La Generalitat afirma que todos sus centros de acogida están llenos y que no existen plazas para ninguno más. Por eso, mientras abre seis nuevos emplazamientos de emergencia, ha dado orden a los Mossos para que cada vez que acuda a ellos un menor sin centro asignado lo acomoden en la sala de espera de sus comisarías. Según ha comprobado EL PERIÓDICO este lunes y este martes, ahí termina la atención que reciben los niños que esperan su ingreso en el sistema de protección para desamparados. Ni el Govern de la Generalitat, ni tampoco el Ayuntamiento de Barcelona, les han proporcionado ningún tipo de alimento, o techo, o espacio para asearse, o una muda para cambiarse. Tampoco han acercado trabajadores sociales o traductores para preguntar qué necesitan. Ni siquiera para averiguar si precisan un médico, como es el caso de Yossef, el mediano de los tres hermanos, que parece tener anginas y la mirada vidriosa por la fiebre.

Día a la intemperie

Es mediodía y los chavales matan este martes en la esquina de las calles Estel y Tàpies, a escasos metros de la casa de la policía catalana, adonde entran solo para dormir, en el distrito más canalla de Barcelona. Los tres hermanos no se separan. Ninguno de ellos habla español, ni francés, pero una vecina del Raval, de nombre Zarah, se acerca para echar una mano con la traducción. Antes, sin embargo, les suelta una retahíla de consejos: básicamente, que no se dejen influenciar por los jóvenes marroquís de su misma edad que sobreviven gracias a la pequeña delincuencia, que cuando entren en un centro no se escapen y que obedezcan a los educadores, que tienen que confiar en ellos. Si no lo hacen, y resbalan hacia los robos, el hachís o la inhalación de pegamento, será malo tanto para ellos como para la imagen de una comunidad marroquí con la reputación en horas bajas, les advierte. Minutos antes que Zarah, otro compatriota menos cariñoso les ha instado a largarse inmediatamente de Barcelona y volver a Marruecos.

Con la mujer, los chicos se muestran distantes pero al rato agradecen el interés ajeno. Cuentan que duermen mal, que pasan hambre y sed. Que no se mueven de los jardines de Sant Pau del Camp por miedo a no saber regresar. No tienen queja de los agentes de los Mossos, que de su bolsillo les pagan bolsas de patatas o bebidas, pero tampoco los mencionan demasiado para evitarse problemas. Parecen resignados. O desorientados. Sensaciones extrañas más fáciles de digerir que los viajes que emprendieron cuando decidieron marcharse de casa.

"Id a Barcelona"

Rashid, Yossef y Amine, tras escapar del centro de menores de Algeciras, se toparon con un hombre marroquí residente en España que les dejó llamar a casa. De este modo, los padres supieron que sus hijos seguían vivos, aunque al otro lado del estrecho de Gibraltar, la muralla del primer mundo. Durante aquella conversación telefónica, el padre de los chicos le rogó a su compatriota, al que no conocía, que les diera dinero para viajar hasta Barcelona. Y prometió devolvérselo, mandándole el mismo importe que les entregara en mano dentro de un sobre de correo postal. Así lo hizo. Hace dos semanas, los tres hermanos llegaron a Barcelona y echaron a andar por la avenida del Paral·lel como lo harían tres gatos sin dueño. Hasta que terminaron en la comisaría de los Mossos.

Achora, Ilias y Acraf pernoctan junto a ellos en el suelo de la comisaría de Ciutat Vella. Aquí se han conocido. Achora es huérfano y se cansó de ver cómo su barrio se vaciaba de amigos que huían de Marruecos poniendo rumbo a Europa. Cruzó el estrecho de Gibraltar gracias a los traficantes de droga. Hubo un narco que, tras comprobar que había hecho el viaje en balde porque ese día no había hachís que llevarse a España, le ofreció cruzar escondido en el hueco que había reservado en su lancha neumática para transportar 'chocolate'. El padre de Ilias es un labrador que le repetía a su hijo que saltar el continente podía costarle la vida. Pero acabó aceptando que de un modo u otro, Ilias se marcharía. Pidió ayuda en el pueblo para comprarle un billete con un buen 'pasador' -los mafiosos a cargo de las pateras- que le costó 1.500 euros. Achraf es el más grande del grupo. Está a punto de cumplir los 18 años. O eso dice. Porque como el resto, no trae ningún tipo de documentación encima. Él e Ilias son los únicos que han llegado a España pagando el billete de una patera. En Tarifa, Achraf encontró un trabajo remunerado de tres días e invirtió el dinero en el autobús hasta Barcelona. 

En la Andalucía saturada de inmigrantes, los magrebís hablan de la capital catalana como un lugar en el que sí aparecerán las oportunidades que esperaban encontrar en cuanto pisaran suelo europeo. Más 'historias' como las que escuchaban los tres hermanos que se escaparon de casa de madrugada en un pueblo del desierto marroquí. Por el momento, tampoco en Barcelona parecen ser de verdad.