A favor

La conjura de los fanáticos

Ramón de España

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A ningún político se le ocurriría prohibir el fútbol, pues ni el más insensato de ellos aspira a morir linchado por el populacho. Pero prohibir las corridas de toros en Catalunya era una tarea carente de peligro, ya que hacía años que la fiesta languidecía entre el desinterés social. Así lo reconocen mis amigos taurinos, rendidos a la evidencia de que en este país las corridas habrían acabado por morirse solas.

Eso sí, matizan, no hacía falta aplicarles la eutanasia. Algo que ha sido posible gracias a los esfuerzos combinados de dos colectivos especialmente vehementes (por no decir pesados) a la hora de defender sus ideas: los animalistas y los nacionalistas.

No dudo de que el primero de esos colectivos se compone principalmente de discípulos contemporáneos de San Francisco de Asís, pero también se han subido al carro abundantes energúmenos en busca de algo que dé sentido a sus vidas, más allá de la visita semanal al psiquiatra: me refiero a los que se plantaban ante la Monumental para llamar asesino e hijo de puta a los apacibles asistentes a la corrida de turno o que se echaban por encima un cubo de agua rojiza en cuanto se les acercaba una cámara… Aunque reconozco que yo siempre seguía sus apariciones televisivas con el mismo interés científico que dedico a iconos delfrikismonacional comoBelén Esteban oAlfons López Tena.

De la actitud de los animalistas deduzco que también entre los irracionales hay clases, pues no he visto manifestaciones de repulsa ante mataderos y granjas avícolas. Al parecer, el Hermano Toro es sagrado, pero al Hermano Pollo, a la Hermana Vaca y al Hermano Conejo que los zurzan. Y su cruzada a favor de los astados iba mucho más allá, momento en el que sus compañeros de conspiración les dijeron que hasta ahí habíamos llegado y blindaron loscorrebous:una cosa era cargarse algo que les sonaba a español -pese a las evidencias en contra, que a ellos, tan acostumbrados a manipular la historia a su favor, en nada podían afectarles- y otra era perder votos en la Catalunya profunda. Por eso se sumaron a esa entelequia, tan del gusto de los antitaurinos, de los derechos de los animales.

Personalmente, creo que los animales no tienen derechos y que los humanos podemos hacer con ellos lo que nos plazca, sin que eso incluya naturalmente las matanzas de focas a porrazos, el lanzamiento de cabras desde lo alto de los campanarios o la tortura sistemática del perro de la familia.

Dado que los animales muestran cierta tendencia a no dar un palo al agua, desde el principio de los tiempos hemos establecido unas reglas a su respecto: a los más simpáticos y espabilados, los convertimos en mascotas; a los que se prestan a arrimar el hombro, los dedicamos a la hípica o la agricultura; y a los más lerdos y carentes de la menor habilidad social, nos los comemos.

En cualquier caso, la actitud de los animalistas resulta más digna que la de los hipócritas nacionalistas, muy hábiles al convertirles en sus tontos útiles.