La comida en las series: el auténtico 'bocatto di cardinale'

Comer con la vista nunca tuvo tanto sentido

La comida en las series: el auténtico 'bocatto di cardinale'

La comida en las series: el auténtico 'bocatto di cardinale' / periodico

CATI MOYÀ

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Estás sentado en la cama. Hace meses que no has cambiado las sábanas, apenas te has dignado a abrir la ventana de la habitación porque hoy es domingo y llevas horas viendo un capítulo de Perdidos tras otro, sin parar. No importa el sueño, no importa el mundo real porque estás a punto de descubrir quiénes son los otros. Hurley está hablando con Jack, en medio del bosque.

Suena tu móvil y lo ignoras, de hecho lo pones en silencio sin siquiera mirarlo. Te da igual si es una urgencia familiar, si es una alarma para recordarte que tienes que tomarte la medicina o si es tu hermana avisándote de que la tierra ha sido atacada por un grupo de alienígenas que se dirigen, en ese preciso instante, hacia ti. Nada apartaría nunca, jamás, tus ojos de la pantalla. Necesitas escuchar esa conversación. Lo que Jack está diciendo es muy importante. No puedes hacer nada más que prestarle toda la atención del mundo. Hasta que Hurley se saca una barrita de chocolate Dharma del bolsillo y, ¡SORPRESA!, sólo puedes pensar en comértela tú.

Ya no te volverán a importar ni los osos polares ni los embarazos imposibles ni qué fue de Walt. QUÉ MÁS DA. Dentro de tu cabeza, y hasta que cinco horas después termines la temporada, sólo seguirá la imagen idílica de esa barrita brillante envuelta en papel de sueños que se deshace en la boca de Hurley y por la que serías capaz de venderle tu alma al mismísimo Benjamin Linus.

Este fenómeno, conocido como "la necesidad de comer todo, absolutamente todo, lo que consume un personaje de una serie" es cada vez más habitual entre los seguidores de la mayoría de las series. Si bien las enormes tazas de café del Central Perk de Friends sentaron un precedente en cuanto a la envidia cochina que siente cualquier espectador frente a lo que toman sus personajes favoritos, no fue hasta Los Soprano que el seriéfilo descubrió el enorme poder de seducción de la comida en las series. Uno no sabe lo que es morirse de hambre hasta que no ha visto las mesas que prepara Carmela Soprano: enormes boles rebosando de ziti al horno, todavía calientes y cuyo olor, aunque lo desconozcas, te persigue en cada cena en un restaurante italiano, ensaladas de todo tipo, platos llenos de bistecs recién hechos, listos para ser engullidos. Y en el extremo de la mesa Tony, con un tenedor pegado a la mano, dándole vueltas a los spaghetti o cortando con rabia un trozo de carne, siempre comiendo con esas ganas, disfrutando como si en el fondo supiera que todos nos morimos de celos cuando le vemos comer.

Es imposible no querer comer lo que él come. Aunque sea una bandeja de cannoli y a duras penas uno sepa a qué sabe ese tubo de una especie de hojaldre relleno de una crema espesa: basta con verlo para querer comerlo. Es por eso que el buen seguidor de Los Soprano no duda en comprarse el auténtico libro de cocina de Artie Bucco y, empujado por la embriaguez de quien ha estado soñando con todos esos platos desde hace cinco temporadas, se pone el delantal e intenta perseguir lo que evidentemente es, sí, una utopía. No importa que uno acabe de terminarse el mejor plato de macarrones al horno de la historia de la humanidad, porque cuando vuelva a encender el televisor, ahí estará Carmela, saliendo de la cocina con un recipiente lleno de cremosos raviolis para recordarle cuán dura es su vida y cuán desafortunado es su destino.

El espectador no debería olvidar nunca que nada tiene que ver el sabor real de la comida con la delicia onírica que se instala en su cabeza cuando quien sea come lo que sea en una serie de televisión. Basta con ver las hamburguesas que se zampa Jay Landsman en The Wire. Es imposible que, siendo objetivos, alguien quiera comerlas. Un personaje como él, tan repugnante y enorme, sentado en una mesa llena de todos los trapos sucios de una ciudad corrupta hasta los cimientos, almorzando día sí y día también de una hamburguesa pringosa que no puede tener otro nombre que "Pedazo de Hamburguesa Completa Tamaño XL Súper Plus".

Pues bien, basta con darle al play y esperar pacientemente a que McNulty se acerque al despacho de Landsman para sentir la llamada de tu estómago: tienes que comer esa hamburguesa, y tienes que hacerlo ya. Y si hace falta tienes que mancharte tanto como lo hace él, comiendo de manera desordenada, sin dejar ni rastro de patatas y desperdigando trozos de la anti-lechuga que se encuentra atrapada entre las grasas del bacon y la carne de la obra maestra culinaria que tienes entre las manos. Y el seriéfilo, un ser que no aprende de sus errrores, enfermo de ilusiones y emocionalmente confuso por el hambre que le despiertan sus series favoritas, acudirá de manera desesperada, babeando y tiritando, al McDonald’s más cercano y se sentará, en medio de un delirante y engañoso estado de júbilo, a degustar su Big Mac para descubrir que para cualquier individuo la realidad en materia culinaria es acaso más dura cuantas más series de televisión sigue.

¿Quién no ha fantaseado con la idea de que cualquier día todos los KFC de su ciudad se conviertan en sucursales de Los Pollos Hermanos? Si ese día llegara, las lágrimas de cientos de miles de personas acabarían inundando las calles. Ya puede parecer sabroso y ya puede parecer crujiente que ese pollo frito no es real. No lo es, y todo fan de Breaking Bad tiene que hacer un doble esfuerzo ahora que se ha terminado la serie: asumir que no, no es la mejor serie de la historia, y entender que sí, es físicamente imposible que el sabor y la textura que mentalmente asocias a ese muslo de pollo sea cierto. Si cierras los ojos en el mismo momento en el que eres capaz de matar a tu vecino por probarlo, verás con claridad que no puede ser que un trozo de pollo se deshaga en tu boca como espuma en el agua después de haber crujido entre tus dientes con un cálido y ligero sabor a carne recién cocinada.

Deja YA de babear. De la misma manera que nunca jamás probarás una rosquilla como las que hacen que Homer Simpson ponga los ojos en blanco, el "bocatto di cardinale" que para tu imaginación supone una ración de cualquier menú que sirvan en Los Pollos Hermanos no dejará nunca de ser nada más que un sueño, una ilusión que te perseguirá capítulo a capítulo, susurrándote al oído “cómeme, cómeme” y que se desvanecerá cada vez que mastiques una pechuga de pollo REAL, aunque sea en el mejor restaurante del mundo.

De todas maneras, seamos honestos, si comieras en el mejor restaurante del mundo, no comerías pollo. No querrías saber nada de Los pollos hermanos, ni de las pseudo-hamburguesas de The Wire ni del librucho de recetas de Artie Bucco. No. Porque la jefa de cocina sería Liz Lemon y tú serías la persona más feliz de la historia del universo. Si hay una serie que juega sucio a esto de “vas a querer devorar todo lo que nuestra prota coma” es 30 Rock. Porque no sólo te restriegan una y otra vez los mejores sandwiches y bolsas de patatas fritas que se han visto en televisión, sino que se atreven a ponerles nombres que hacen que el ardiente e irremediable deseo que sientes por ellos sea todavía más frustrante y que tu necesidad de tragarte de un bocado una bolsa entera de Sabor de Soledad sea absolutamente devastadora para tu autoestima.

En cualquier caso, no se puede reprochar nada a una serie que empieza con la protagonista montando un pollo (¿a que sigues pensando en el pollo crujiente de Los Pollos Hermanos? NO VA A SUCEDER, DÉJALO YA, NO EXISTE) en medio de la calle y comprando todo un carrito de perritos calientes. La relación de Liz Lemon y la comida no es en absoluto vanal o accesoria: ella se toma muy en serio el arte culinario, tanto que desarrolla una teoría filosófica acerca del tema ("Yo creo que todo lo que una persona quiere en esta vida es sentarse en paz y disfrutar de un buen sandwich") y es capaz de sacrificar el amor de su vida por el mejor bocata de Nueva York. Pero si por algo se da a conocer la guionista de TGS es por su mente claramente aventajada y escandalosamente retorcida a la hora de hablar de comida. Tanto es así que de sus labios sale la receta del plato que debería sobrevivirnos como especie humana: el Cheesy Blasters.

Tal y como lo canta Liz Lemon, coges un hot dog, lo rellenas con queso Jack y lo envuelves en una pizza. ¿Existe alguien capaz de no descartar, noche tras noche, la posibilidad de preparar Cheesy Blasters? Aunque sea para autoconvencerte de que era una mala idea y después poder contar que conoces a alguien que conoce a alguien que un día lo intentó, ¿no se te pasará muy pronto por la cabeza la osadía de convertir la joya de la corona gastronómica que Liz Lemon atesora en una realidad?

Pero no hace falta que te lo plantees: sabes de sobra que nunca será como Liz, tú y yo hemos imaginado. Tómate un segundo para asumirlo, respira hondo y vuelve al inicio del artículo. Tienes que leerlo otra vez, los dos sabemos que hace más de cuatro párrafos que no me prestas atención. Sólo has sido capaz de pensar en la chocolatina Dharma y te has perdido mucha mucha comida muy muy buena, créeme. Sólo tienes que leerlo. No podrás pensar en otra cosa.

Este artículo se ha publicado en Serielizados.