La conversión (2): Mojar pan

La enfermera advirtió a mi madre de que le sobraban "unos kilitos" y de que tendría que portarse "un poco mejor". La expresión de su rostro fue de espanto: "¡Un quintal! ¡Un quintal! ¡Peso casi un quintal!". Yo no sabía lo que era dicho en su lengua

RELATO LA CONVERSIÓN

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Najat El Hachmi

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La enfermera le hizo un plan a medida: sustituir el azúcar por edulcorante, cocinar a la plancha en vez de freír y, sobre todo, vigilar con el pan. “¿El pan?”, dijo mi madre sin que le hiciera falta mi traducción. Y se dirigió a mí: “Cuéntale que nosotros nos lo comemos todo con pan, que lo usamos para coger las verduras, la carne, la salsa, que el pan es como el aire que respiramos; díselo, anda, díselo". La obedecí y después le transmití como pude las explicaciones de la enfermera en una lengua que no tiene palabras como carbohidratos, proteínas o lípidos. El tema del azúcar lo entendía, en la familia había unos cuantos diabéticos y mi madre estaba familiarizada con la dieta que tenían que seguir, pero ¡dejar de comer pan! No tuvimos tiempo de alargar la discusión, de contarle a la mujer de la bata blanca que mi madre era de las que aún besaban el pan cuando caía al suelo, que lo envolvía en una tela como si de un recién nacido se tratara, que lo partía con las manos, porque lo de usar un cuchillo para cortarlo era un especie de sacrilegio, que cuando sobraba de un día para otro lo tostaba encima del fogoncillo que tenía en la terraza o lo freía en aceite y quedaba crujiente o lo sofreía con cebolla, tomate y muchas especias para hacer una sopa. Si con todo se acababa enmoheciendo, lo desmigaba mezclado con agua y lo subía a la azotea, donde criaba un par de gallinas. La azotea no era nuestra, pero los vecinos que teníamos entonces entendían las costumbres de una madre como la mía y no se opusieron a que instalara allí una jaula. 

De todo esto no le conté nada a la enfermera y, al final, llegamos a una solución intermedia: que podría comer pan pero sin mojarlo. Fue así como mi madre se tuvo que acostumbrar a usar el tenedor y a tragarse los cachos con cierta tristeza, entre los tres primeros dedos, como si tuviera que hundirlos en el líquido dorado de la salsa, pero reprimiéndose el gesto todo el tiempo.

La azotea no era nuestra, pero los vecinos que teníamos entonces entendían las costumbres de una madre como la mía

Le dije a la enfermera que yo también quería seguir la dieta y, aunque la visita no era para mí, me pesó y me midió como había hecho con mi madre. Me dio la cifra sin todos aquellos diminutivos. A mí no me sobraban unos “kilitos”; más bien me faltaban gracias a un largo proceso de férreo control de la comida que había empezado hacía años. Mi madre no lo sabía, pero yo vivía atrapada en el mundo de las calorías y las restricciones, con el pensamiento continuamente ocupado en la tarea de quemar lo que ingería y una lucha incesante contra el hambre, por dominar un instinto tan primario que entonces consideraba mi principal debilidad. 

No, la enfermera no se dio cuenta de que estaba enferma y mi madre ni siquiera sabía que lo de no querer comer podía ser una enfermedad en sí misma. Sabía que se podía perder el apetito por un mal, un disgusto muy grande o un susto, pero el hecho de que alguien quisiera privarse de los alimentos expresamente era para ella una idea totalmente ajena. Más aún si el objetivo era llegar a ser extremadamente delgada, un estado que ella asociaba con la fealdad y no con la belleza. 

La dieta se convirtió en un ritual compartido solo por nosotras dos. Nadie más hacía dieta en casa

A pesar de la discusión sobre el pan, mi madre siguió obedientemente las indicaciones de la enfermera y la dieta se convirtió en un ritual compartido solo por nosotras dos. Nadie más hacía dieta en casa. Pensábamos los platos que podríamos preparar, comprábamos cosas que eran solamente para nosotras, como los yogures desnatados con cereales. También comíamos juntas, sentadas las dos a la mesa. Yo nunca la había visto así. De repente, volvía a otra época, cuando en su casa, decía “en casa” a las amigas para referirse a la casa de sus padres, se reunían todas la mujeres alrededor de una mesa baja y se decían las unas a las otras: “Coge, coge, que no has comido nada”. Solo que ahora era yo quien le decía: “Mamá, esto te lo puedes comer, que no engorda”. A mí las normas de la enfermera me liberaron un poco de mi propia prisión hecha de restricciones imposibles, mucho más estrictas que las que nos había puesto ella.

Nuestro ritual también consistía en salir a la calle, andar hasta la consulta, pasear y entrar en algunas tiendas a la vuelta. Mi madre estaba contenta, no le costó nada empezar a adelgazar y cuando la enfermera la felicitaba ella alzaba la barbilla, satisfecha. Yo disfrutaba de ese espacio íntimo y recogido que nos permitía el deber médico, pero masticaba y masticaba sin parar porque cuando tenía que tragar se me hacía como un nudo en la garganta. Entonces ya sabía que estaba a punto de traicionarla. Lo que no sabía era que aquel era el último verano que pasábamos juntas.