La conversión (1): Dieta

Fuimos juntas a la cita con la enfermera. Yo le hacía de traductora. A esas alturas a lo mejor ya no me necesitaba, pero cuando tenía que hablar con desconocidos, sobre todo si eran maestros, médico o enfermeras, prefería que yo la acompañara.

RELATO LA CONVERSIÓN

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Najat El Hachmi

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Comprendía casi todo lo que le decían, pero para contestar me usaba a mí de intérprete. A veces me corregía si no contaba bien lo que ella había expresado. Nunca me lo dijo, pero creo que le daba vergüenza lanzarse a hablar en una lengua que no era la suya. En aquella época aún salía poco de casa. Una vez por semana y para ir a comprar. Ahora lo pienso y se me hace extraño que aceptáramos como normal una situación tan violenta. Todos nosotros salíamos fuera casi todos los días sin dar mucha importancia al hecho de traspasar el umbral para entrar en el mundo exterior, pero ella, en la calle, no ponía los pies más que para encargos concretos que no pudiera delegar en nosotros: hacer la compra grande una vez por semana, ir al médico o a hacerse "los papeles". Cuando empezamos las visitas con la enfermera pasó a salir dos veces por semana y eso era mucho más de lo que había tenido nunca.

La enfermera le pidió que se subiera a la báscula y fue regulándola hasta encontrar el peso que le correspondía. Tardó un rato. Mi madre miraba el proceso con curiosidad esperando que terminara. A mí me angustiaba el momento porque sabía que cuanto más tardase la enfermera en desplazar los pesos más elevada sería la cifra que nos daría, pero mi madre no tenía ni idea de lo que un número u otro representaba. No se había pesado nunca. Le envidiaba esa inocencia. Era la época en la que a mí me obsesionaba cada gramo de mi cuerpo, analizaba de forma exhaustiva todo lo que me entraba en la boca y vivía pendiente de los números que marcaba cada mañana la báscula de casa, medida absoluta de mi valía como persona, sobretodo como mujer. Ella no la había usado nunca. Sus preocupaciones no habían tenido nada que ver con las dimensiones de su cuerpo y la idea de hacer algo para cambiarlo le era completamente ajena. Si fuimos a ver a la enfermera fue porque nos había derivado el médico de cabecera, a quien habíamos pedido hora por el dolor de espalda recurrente de mi madre y unas erupciones que le salían en la nuca y los hombros en forma de habas, que formaban una especie de mapa en relieve sobre su piel.

Mi madre no había usado nunca la báscula. Sus preocupaciones no tenían nada que ver con las dimensiones de su cuerpo

La enfermera le dijo que ya se podía bajar y anotó algo en el papel que tenía sobre la mesa. Noventa y cinco quilos. A mi madre le habló con diminutivos: "Estamos un poquito por encima de lo que tocaría, nos sobran unos kilitos; tendríamos que portarnos un poco mejor." Y aún gracias que no dijo "mejorcito". Mi madre la entendió, pero no sé si captó el tono condescendiente. También le hablaba de tú y gritando mucho. A las mujeres como mi madre nadie les habla de usted. Yo estaba entretenida con estos pensamientos y no me di cuenta de la expresión de espanto en el rostro de mi madre. "¡Un quintal! ¡Un quintal! ¡Peso casi un quintal!" Yo no sabía lo que era un quintal dicho en su lengua, de la lengua de mi madre solamente conocía las palabras que usábamos en el día a día y "quintal" no había salido en ninguna conversación. "¡Como un saco de cebada!", dijo, y me la imaginaba recordando lo difícil que es mover un saco de aquellas dimensiones.

La enfermera nos preguntó cómo comíamos y yo esperé a que mi madre contestara para traducirla, pero entonces me dijo: "Anda, habla, tú misma sabes bien lo que comemos en casa, ¿o es que te lo tengo que contar ahora?" Me paré un momento a pensarlo porque hacía tiempo que yo no comía "la comida de casa". Estofados, mi madre hacía estofados todos los días: de carne, de pollo, de pescado, de legumbres. Eso le permitía tener la olla a presión sobre el fuego con la válvula girando y así podía dedicarse al resto de tareas, que no se acababan nunca. Se lo contaba a las amigas cuando la iban a visitar: "Al final, las faenas de casa no se acaban nunca".

"Estamos un poquito por encima de lo que tocaría, nos sobran unos kilitos", le dijo la enfermera 

A la enfermera le dije yo que mi madre no comía mucho. Ella me corrigió: "Pues claro que como". "Pero yo nunca te veo sentada a la mesa". Mi madre era una madre aspirador, que iba sirviendo nuestros platos por tandas porque cada uno tenía un horario distinto y ella se iba acabando las sobras, incluso las migajas que quedaban sobre el hule. "No tengo tiempo de sentarme, pero como". Y hablando para sí misma seguía bisbiseando. "¡Un quintal!".