Historias de P. (6): Las manzanas

Después de una conversación sobre peces y de las reflexiones sobre las peceras, días después de no verse, Enric Picart vuelve a la funeraria y propone a su amigo de ir a la playa a ver cómo los niños construyen castillos de arena.

Historias de P., relato de verano de Josep Maria Fonalleras

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Josep Maria Fonalleras

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"¿Tú sabes cuál es la característica más notable de los castillos que se hacen en la playa?", preguntó Enric Picart cuando ya estábamos en la arena. "No", le dije. "Que los niños que los han hecho, los terminan destruyendo". Esto es lo que ocurrió ese día. Llegamos en autobús y no fuimos a la playa del Passeig sino que nos instalamos en un rincón entre las barcas, cerca del muelle. Enric Picart no se quitó la americana de hilo y aquello sí que fue algo estrafalario, pero nadie hizo mucho caso. De vez en cuando, en una zona acotada, llegaba una barca y los dueños la remontaban con un polea para dejarla en la arena. Es el lugar donde vimos a un niño que hacía castillos con su padre. "¿Y sabes qué otro detalle hay que tener en cuenta cuando haces castillos?, ¿verdad que lo sabes, lo sabes?", dijo Enric Picart. No lo sabía. Me dijo que, cuando empiezas, nunca sabes el final, que no hay planos ni un manual de instrucciones, "salvo si eres uno de esos que hacen castillos como si fueran esculturas, claro".

El padre comenzó construyendo una muralla, apilando arena húmeda y tratando de levantar paredes altas para evitar que una ola demasiado impetuosa se cargara el castillo antes incluso de haber plantado la primera torre. Antes, con el niño, jugaban a construir puentes, a rascar la arena con las manos para hacer un agujero que fuera a encontrar el manantial del agua de mar. Una vez hallada, uno por cada lado, el padre hizo pasar la mano por debajo del puente que se había creado sin querer y pilló los dedos del niño y el niño se rió y pidió ayuda a la madre porque pensó que se trataba de un monstruo que lo quería engullir. Todos rieron y después hicieron el castillo.

Antes, con el niño, jugaban a construir puentes, a rascar la arena con las manos para hacer un agujero que fuera a encontrar el manantial del agua de mar

Dentro de la muralla había cinco torres, del tamaño y la consistencia del cubo que habían traído a la playa. Y la muralla se extendió, sin ningún plano como había pronosticado Enric Picart, y luego colocaron, encima de cada torre, un guijarro que el niño había recogido en la arena. Cinco guijarros, redondeados, suaves de tacto, mecidos por el agua. "No hay muchas olas por aquí", dijo Enric Picart. "Ya verás como el niño acaba cargándose el castillo". Y así fue. Antes, sin embargo, la madre se levantó y los fotografió. Ambos hicieron el gesto de la victoria y se rieron, pero el padre ya sabía que el niño acabaría destrozando el castillo. Lo hizo con una punta de malicia, no como los ejércitos nocturnos, ignorantes, sino con la conciencia de que este era el final que tocaba. Y con algo de alegría ingenua.

La madre llevaba un biquini: la pieza de arriba era verde; la de abajo, blanca. Tenía el pelo rizado, pero, humedecido, parecía más liso. Reía, también, y se le hacía un hoyuelo en la mejilla, y tenía un lunar en el cuello, tal vez dos, y se le marcaban unas venas en la frente que quizás fueron las que me hicieron pensar en la definición que Max Brod había hecho de Milena. No sé mucho cosas más sobre ese tío, pero hacía poco que lo había leído en un periódico y resulta que pensé en ese tío y también pensé que hay personas absolutamente desconocidas que de repente te atraen y que sabes que no verás nunca más y que es por eso que te dejan una pesadumbre difícil de explicar con palabras. Esto es lo que viví ese día en la playa.

Y también pensé que nunca viviría con ella ni un solo día en la playa, y que nunca seríamos tan leales como los del poema

No se lo conté a Enric Picart porque él aún estaba obsesionado en la forma en que el niño destrozaba las torres, con los guijarros incluidos, y la muralla. Y pensé que aquella mujer era "un fuego vivo, como nunca lo había visto antes, al tiempo extraordinariamente delicada, valiente e inteligente", que es lo que había dicho Max Brod de Milena. Y también pensé que nunca viviría con ella ni un solo día en la playa, y que nunca seríamos tan leales como los del poema, contra un mundo sin certeza ni paz. Y que nunca me contaría el día que ella recordaba como el momento de felicidad más nítido que nunca había vivido, el día, cuando era pequeña, en el que, volviendo de la escuela, encontró mucha gente delante de su casa, en la calle, sentados en sillas de anea o de pie, charlando al aire libre. Su bisabuela comía manzanas y naranjas y se las ofreció y sus manos olían a manzana y a naranja, un olor que siempre recuerda y que asocia con ese instante de placidez, con el padre que la erguía en lo alto y hacía que volara. Eran unos días azules, con el sol de la infancia y las manzanas y las naranjas que nunca podré oler. Enric Picart me dijo: "Aquel discurso que hiciste de la mar encalmada, ahora seguro que incluso te saldría mejor”. Y volvimos, con el mismo autobús de la ida.