Historias de P. (3): La pluma y el plomo

Fabià Cugat sabe cuántos cerebros tienen los pulpos y eso emociona a Enric Picart, que descubre un alma gemela, mientras ambos están en la cafetería de la funeraria. Nace una amistad basada en la lealtad.

Historias de P., relato de verano de Josep Maria Fonalleras

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Josep Maria Fonalleras

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"Tengo entendido, querido amigo, que no solo se trata de los nueve cerebros –dijo Enric Picart– sino que lo bueno es que los usan de manera autónoma, quiero decir que cada uno de los nuevos cerebros va a su aire, sin necesidad de dar explicaciones a los demás, ni a los otros siete de los siete tentáculos que quedan ni al cerebro central, teniendo en cuenta que el central, lo que entenderíamos todos por cerebro, tampoco interviene en la vida de los cerebros de cada una las ocho patas". A esas alturas, la verdad es que no me importaba demasiado la vida de los pulpos y tampoco me impresionó el hecho de que pudieran reconocer al cuidador que los vigila y que reaccionaran en su contra –escupiendo una especie de líquido– si el cuidador no les trataba bien. Lo que me agobiaba, en aquella tercera jornada con Enric Picart, era averiguar si detrás de sus preguntas, sus inquietudes, de toda aquella peculiar y estrambótica amalgama de cosas que quería saber o que quería que tú supieras, si tras todo eso se escondía algún tipo de mensaje oculto. Una metáfora, por llamarlo así. Me planteé si la aparición de Enric Picart no era sino una señal del cielo o del infierno o de ambas cosas a la vez, una especie de aparición, una epifanía que yo no había elegido y que se me aparecía para ofrecerme lecciones, para encaminarme.

Decidí salir fuera del entorno funerario. Más que nada para no caer en la rutina de aquel lugar, para que no me despidieran –ahora que tenía trabajo– y para evitar que el peso de la muerte, el olor penetrante de las flores, los llantos continuos o la lenta parsimonia de aquellas horas interminables, no afectara a la incipiente amistad con Enric Picart. Quedamos, pues, en el bar de la esquina, cerca de casa, aunque le costó encontrarlo. No tenía mucho sentido de la orientación: sabía ir a los lugares conocidos y la introducción de un nuevo elemento en su vida le ponía nervioso. Quizás es por eso que aquella mañana me enseñó una de sus caras más atractivas y a la vez inquietantes. La desazón.

Me planteé si la aparición de Enric Pitart no era sino una señal del cielo o del infierno o de ambas cosas a la vez

Antes, sin embargo, debería hablar del bar. No porque tenga una importancia decisiva en la historia sino porque ahora sirve para explicar en qué tipo de barrio vivo. Quiero decir que es un bar en el que no hay espacio para las metáforas. Las cosas son como son, sobre todo después de que el propietario actual decidiera comprar unas vitrinas refrigeradas para exponer las tapas que ofrecen a los clientes. Antes, en este bar –Bar Vicenta, supongo que en honor de quien lo regentó por primera vez, ahora olvidada pero aún con el nombre en la fachada–, en este bar, pues, se servían cafés y pastas, y bocadillos. Y no mucho más. Fue con la llegada del propietario actual que empezaron a cocinar. En la vitrina, restos del naufragio. Cuencos de una paella finisecular; platas de calamares en una salsa de tonos marrones y también finiseculares; butifarras negras, cocidas y recocidas, incrustadas en un océano amarillo pastoso, toda la grasa que soltaron un día y que ahora se ha convertido en una capa de desolación. Elisa habla a veces de lo que ella llama la "comida muerta", los restos de lo que un día fue cocinado y deglutido en el momento glorioso de una comida y que luego reposa en la nevera, como reclamo si no hay nada más o para llevar al trabajo si no has sido previsor. La comida del bar no está muerta. Es más que eso. Es un espectro que se cierne sobre el bar y sobre los clientes, los cuales, sin saberlo respiran este 'memento mori', que se incrusta en sus cerebros y en toda su piel, y arrastran la atmósfera mortuoria durante todo el día, vayan donde vayan.

En la vitrina, restos del naufragio. Cuencos de una paella finisecular; platas de calamares en una salsa de tonos marrones y también finiseculares

Bueno, era conveniente hablar del bar, quizás porque tampoco estábamos tan lejos de la funeraria. Enric Picart tomó un cortado y yo pedí un café, inevitablemente largo y aguado. Y fue entonces cuando le rogué que me dijera a qué respondía la fijación por los pulpos y también por los psicotrópicos y si tenían alguna relación entre ellos o si debía entender todas aquellas cuestiones como una metáfora que él sabría descifrar.

"No, amigo mío", dijo Enric Picart. "De ninguna manera. Solo es que a mí hay cosas que me interesan. Me interesan mucho, como por ejemplo, la Santísima Trinidad. Eran tres, ¿verdad? ¿A que eran tres? Porque esto significa que Dios era uno solo y después eran tres pero que no dejaban de ser uno solo. ¿A que es así?". Aquí empezó la desazón. La desmesura. La fijación. Y luego vino lo de la pluma y de la bala de cañón de plomo. Y de Galileo Galilei, "que lo quemaron porque defendía que la Tierra giraba alrededor del Sol y no al revés, ¿verdad que sí, verdad?”.