ANÁLISIS

'Europa, y tiro porque me toca', por Jordi Puntí

El ferrocarril permitió a los jóvenes españoles descubrir Europa.

El ferrocarril permitió a los jóvenes españoles descubrir Europa.

Jordi Puntí

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En el verano de 1985, cumplí 18 años y salí por primera vez a Europa con unos amigos. Por unas 12.000 pesetas --72 euros de los de ahora--, viajamos a París en un autocar con televisor y minibar (toda una novedad) y pasamos siete noches en un hotel de batalla del bulevar Voltaire. El segundo día, llevados por la excitación, cenamos en un bistrot muy aparente del Barrio Latino y la clavada fue monumental. Alguien tradujo los francos a pesetas y nos sentimos pobres como esos emigrantes de los años 50. Como nos habíamos pulido el presupuesto de media semana, nos resignamos a comer bocadillos cada día.

En una de las fotos del viaje, salgo comiendo un bocadillo de salami en los jardines de Versalles, y me parece que esa imagen podría resumir ese primer instante campechano de la entrada de España en la Unión Europea. Entonces la llamábamos la CEE, o el Mercado Común, y a nuestros ojos de estudiantes era una entelequia que sí, de acuerdo, nos evitaría problemas con los camioneros franceses en La Jonquera, pero sobre todo nos permitiría ganar en autoestima. Por eso leíamos La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera, porque era lo que se llevaba en París, Milán y Fráncfort.

George Steiner detalló en un libro los rasgos culturales que unían a todos los europeos. Uno de estas

coincidencias, según el pensador, era que podemos ir de un lado a otro a pie. Caminamos y a cada pocos kilómetros encontramos a alguien que es como nosotros, por eso no nos sentimos extraños. Esto me lleva a recordar que en esos primeros veranos como europeos se hizo popular el Interrail. Las estaciones centrales se llenaron de jóvenes españoles que saltaban de un país a otro como quien juega a la oca y tiro porque me toca. Un día llegaban a Bruselas, se ligaban a una chica y a la mañana siguiente despertaban en Amsterdam o incluso en Copenhague, pero ya sin la chica.

Ahora, con la perspectiva de los años, nos damos cuenta de que los brazos abiertos de la UE nos animaron a ir más lejos y durante más tiempo. Empezamos a estudiar inglés en serio, con fascículos de la BBC o en academias de idiomas montadas por viejos hippies que volvían de Ibiza. Aprendimos a movernos y comprendimos que, cuando sales fuera, siempre ocurre algo.

En los 90, los españoles ya se habían paseado tanto que los extranjeros empezaron a sentir curiosidad por lo que ocurría más allá de nuestras playas. Los grandes grupos musicales, por ejemplo, incluyeron Madrid y Barcelona en sus giras. Entonces llegaron las becas universitarias Erasmus --también llamadas Orgasmus por razones obvias-- y, por cada español que se marchaba, un europeo cruzaba los Pirineos. Al principio les sorprendía que algunos habláramos catalán, o que las casas no siempre estuvieran amuebladas como en las películas de Almodóvar, o que no fuese verano todo el año. Poco a poco descubrieron que en España también se podía estar lejos de casa, y algunos se quedaron.

Con la caída del Muro, los países para visitar se multiplicaron. Luego llegó el euro, los vuelos de bajo coste, y la promiscuidad entre europeos aceleró un supuesto intercambio cultural. El temor es que un día seamos todos demasiado iguales, pero por suerte aún hay diferencias… Escribo estas líneas en un tren que me lleva de Múnich a Viena. El viaje dura cuatro horas y luego el tren sigue hasta Budapest. En el mismo vagón viajan unos españoles. Hace un rato, los altavoces nos han informado en alemán y en inglés de que el tren lleva cuatro minutos de retraso y se han disculpado muchísimo. «¿Ha dicho cuatro minutos?», pregunta uno de los españoles, y se ríe maravillado. «Estas cosas en España no pasan», dice otro, pero no aclara si se refiere al retraso o a las disculpas.