Análisis

Del salón al Salón

Todo estudiado. Más semiótico imposible. Más claro, tampoco. Y sin sonrisas

ANTONI GUTIÉRREZ-RUBÍ

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Los discursos de Nochebuena del Jefe del Estado no son irrelevantes, aunque sea una cita tradicional y, hasta cierto punto, previsible. Este año nos ha sorprendido: ha hablado Felipe VI, pero más que nunca, hemos escuchado al Jefe del Estado. Y hemos percibido todo el peso de la historia, todo el poder del Estado en su intervención, y, en especial, en la puesta en escena. La percepción lo es todo.

Hemos pasado de un entorno de trabajo (el despacho) o el rincón familiar (el salón)… al Salón del Trono, que conserva la decoración original de la época de Carlos III. La decisión escenográfica es potente y muy política. No es nada sutil. Al contrario. La justificación es que es el lugar donde se celebran «los actos de Estado».

Casi todo dicho. Es un mensaje lumínico (como las lámparas que estaban encendidas en la estancia, con todas las luces en todo su fulgor y esplendor). El Rey ha hablado iluminado y pretende iluminar. Hay varias metáforas en la imagen.

El Rey, una persona de altura, parecía esta vez empequeñecido por la inmensidad del Salón y por una realización televisiva más empeñada en lo físico que en lo intangible. En los símbolos más que en las ideas. Su grandeza no parecía inspiracional, como en otras ocasiones en las que pretendía convencernos o seducirnos, sino institucional e histórica. Esta vez sonaba más como una seria alerta y admonición.

El Rey abandona -momentáneamente- su papel de árbitro regulado y delicado, para mostrarse como faro, columna y corona de nuestra arquitectura institucional. El jueves Felipe fue más Rey que nunca. La decisión de mostrar su poder, desde el Salón, es una apuesta especial. Más que ofrecerse, nos recuerda quién es y quiénes somos, según él. Así como nos advierte de lo que no somos: o no debemos o podemos ser. Su discurso es el más político que recuerdo. Por sus formas, por sus palabras y por sus señales. Era el Rey en serio.

Han desaparecido casi, sorprendentemente, las palabras democracia, solidaridad, pobreza y crisis, que son solo mencionadas una vez. Justicia o corrupción, ni eso. Ni una sola mención. Historia con nueve referencias directas y España, con 14, se llevan la corona. Este texto es algo más que un discurso. Es un código. Es el mensaje del Mensaje: «la historia nos define y explica nuestra identidad».

Este discurso va a tener influencia política. En España y en Catalunya. Primero por el resultado de las elecciones generales que abren varias posibilidades de gobierno. Y después por la coincidencia de fechas con la asamblea de la CUP del próximo domingo (que decidirá la formación de un gobierno catalán con una hoja de ruta unilateral de carácter secesionista), así como con las reuniones del PSOE (encuentro el domingo de sus secretarios generales y del comité federal del lunes) que marcarán la política de alianzas.

El Rey nos ha hablado a los ciudadanos, pero también a la sociedad organizada, a los líderes y a los partidos políticos. El Rey muestra su poder. El que no tiene, y el que tiene.

Hemos pasado de «actualizar nuestras normas de convivencia» del último discurso de Juan Carlos I, a «respetar nuestro orden constitucional» de esta noche. Las alusiones a las serenidad, tranquilidad y confianza «en la unidad y continuidad de España; un mensaje de seguridad en la primacía y defensa de la Constitución» no suenan tan tranquilizadoras, ni serenas, como en otras ocasiones. Hay severidad en las mismas, más que seguridad relajada. El Rey se ha puesto el uniforme de trabajo.

En la bóveda del Salón hay un gran fresco de Giovanni Battista Tiépolo que sirve para exaltar la grandeza y el poder de la Monarquía española: en el centro de la composición se sitúa el trono español, custodiado por Apolo y Minerva, así como por las personificaciones del Arte de Gobernar, la Paz, la Justicia, la Virtud, la Abundancia y la Clemencia.

El Rey ha hablado este año con tono firme, bajo esa bóveda. Pero se reivindica como la bóveda del Estado. Todo estudiado. Más semiótico, imposible. Más claro, tampoco. Y sin sonrisas.