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No culpes a Herzog de tus hazañas

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MIQUI OTERO

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Toda historia debería arrancar con un "a que no hay narices" (se aceptan sinónimos con otras partes de nuestra anatomía).

Eso solía suceder en mis fiestas en Foz. En algún punto de la noche, del verano, de la adolescencia, cuando aún titilaban mil luces en el mar y los altavoces regurgitaban éxitos que parecían clases de aerobic (una mano arriba, ¡eh!), alguien remataba la botella del maletero del Ford Fiesta y lanzaba el conjuro: "A que no hay narices" (se aceptaban sinónimos). Henchidas las velas con las brisas del entusiasmo, debíamos arrancar en ese mismo instante, a las cuatro de la madrugada, para acabar la jarana en Madrid. Poco importaba que la distancia entre ese pueblo costero y la capital superara los 550 kilómetros y el tiempo estimado rondara las cinco horas y media. Para un espíritu de letras (y para un borracho), las matemáticas no pueden retar a la poesía.

Tres horas después, el sol lamía nuestro capó en algún punto indeterminado de Castilla y nosotros, la lengua ya inflada y áspera como el fuelle de una gaita, parábamos en una gasolinera para coger aire y agua, dormir dos horas con las noticias en la radio y regresar. Era lo suficientemente prudente como para callármela, pero ya entonces pensaba en la socorrida frase de Scott Fitzgerald: "Muéstrame un héroe y te escribiré una tragedia".

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Unos 25 años antes, durante el invierno de 1974, Werner Herzog realizaba a pie un viaje entre Múnich y París para visitar a una amiga enferma. En su visión poética, ella no moriría mientras él caminara. Recogió la preciosa hazaña en un diario, que aquí tradujo Gallo Nero, y ahora el Santa Mònica homenajea aquello con una exposición colectiva. Uno de los participantes emprendió un viaje en línea recta desde Madrid en un camión que transportaba un coche con una Vespino dentro. Avanzaría mientras se fueran agotando los depósitos de gasolina. La gesta, por lo visto, duró dos días y medio: apenas rebasó Montpellier.

La historia se repite primero como batallita antiépica en la vida y luego como videoinstalación en el arte. O, decía Marx, primero como tragedia y luego como farsa.