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Voz propia

Mikel Lejarza

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De las crisis que nos ocupan, la del periodismo es de las más relevantes. En los últimos años han cerrado medios tradicionales y otros han reducido su presencia al igual que los recursos destinados a investigación y reportajes. Al mismo tiempo, los medios públicos cada vez son más gubernamentales, los tertulianos que saben de todo han sustituido a los especialistas, el ruido, al análisis y el debate. Y, en medio de todo ello, las nuevas tecnologías han prescindido del papel de intermediación del periodismo y convierten a cualquier ciudadano con móvil en periodista audiovisual en potencia. El asunto es grave: el periodismo bien ejercido es una de las bases de cualquier sistema democrático, en lo que tiene de plataforma para mantener bien informada a la ciudadanía y por que es imposible concebir sociedades libres sin un sistema de comunicación creíble y ejercido al margen de las imposiciones de gobiernos o grupos económicos. Por eso, la crisis del periodismo es algo que afecta directamente al corazón de nuestras sociedades y supera ampliamente lo coyuntural. Hay quien entiende que la causa está en los nuevos modos de distribución aportados por internet. Es cierto que, hoy en día, con un móvil se pueden hacer muchas cosas que antes necesitaban del concurso de múltiples estructuras y personas. También que los consumidores se pueden relacionar directamente entre sí y con quienes decidan sean sus proveedores, y que el mundo se está llenando de plataformas que reordenan todo ese tráfico convirtiendo al medio clásico en marca que llega tarde: cuando comienza un informativo en pleno prime time, ya no ocurre como hace décadas donde su visión era imprescindible para saber qué había ocurrido durante el día. Ahora cualquiera sabe tanto o más que el propio presentador del programa sin necesidad de escucharle. Los jóvenes, como siempre, son los primeros que están abandonando los medios clásicos y acceden a la actualidad a través de las redes sociales, ya directamente o bajo sus plataformas. Son los mismos que hace tiempo dejaron de comprar discos, leer periódicos y libros, ir al cine, ver los informativos de tele y que desde luego no han pisado una sucursal bancaria en su vida, puesto que ahora discurre por otros medios. Pero la solución, si la hay, no pasa por abrir cuentas en Twitter o disparar contra los pianistas, sino en recuperar la esencia del buen periodismo, aquel que tiene voz propia y no se limita a ser el eco de nada, ni nadie. Empujado por el tsunami perfecto, producto de sumar crisis económica y nuevos modos de distribución, el periodismo ha ido perdiendo día a día su personalidad plural y decidida, distinguible y valiente. El poeta de EEUU Lawrence Ferlinghetti aconsejaba a sus seguidores ser «la canción de un pájaro, no un loro». Hoy preocupan más los colores de las plumas que expresarse con una voz propia y auténtica. Ese es el problema. Cuando todos hacen lo mismo, con trabajo se consiguen similares niveles de eficacia y por tanto resultados homogéneos. Este fenómeno resulta muy apreciable en la información televisiva, y de ahí su declive en favor de propuestas como las de Jordi Évole o el ya retirado Jon Stewart.