Artículos de ocasión

Vivir contra el calendario

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DAVID TRUEBA

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Cada vez es más habitual que uno se cruce con mujeres en torno a los 40 años que andan sometidas a procesos de fertilidad o de inseminación artificial. Los avances médicos en esta disciplina ofrecen un reemplazo a la procreación natural, y es muy corriente que la publicidad de estas clínicas, sus conquistas científicas, sus sorprendentes milagros, encubran la dimensión del caos. Los ciudadanos de esta época tenemos una peligrosa tendencia a pensar que los remedios a nuestros problemas vendrán de la mano de la tecnología. Es algo que pervive en nuestro subconsciente, perdida la fe en tantas cosas. La tecnología nos salvará. También en los procesos biológicos nos hemos entregado con pasión a la puerta abierta de la tecnología médica. El negocio que mueve en estos momentos el proceso de fertilidad es astronómico. Cualquiera que conozca a una persona que está imbuida en este mecanismo de reproducción sabe que uno de los desvelos añadidos reside en el coste, y más aún en tiempo de crisis, cuando las clases medias viven acosadas por los depredadores financieros.

Más allá de elogiar el avance científico como se merece, seríamos estúpidos si no nos sentáramos a hacer una reflexión un poco más profunda. Algo estamos haciendo rematadamente mal si hemos puesto en pie un sistema económico y social que elimina la posibilidad de tener hijos cuando las mujeres están en la edad natural de su proceso reproductivo. Somos una sociedad imbécil hasta extremos inconcebibles, pero incapaces de racionalizar los signos que delatan nuestro problema. La imposibilidad de alcanzar una estabilidad laboral hasta demasiado tarde en la vida desencadena una serie de dramas biológicos. La prolongación de la juventud, forzada en muchos casos por la precarización del mercado de trabajo, la nula aptitud de nuestras empresas para conciliar la vida familiar y una regulación laboral desarrollada por políticos no solo ineptos sino insensibles, nos ha condenado a un drama que las mujeres pagan en primera línea.

Nadie tiene derecho a decir a una mujer cuándo y cómo quedarse embarazada, pero sí a hablar en voz alta de cómo la concepción se ha convertido en una urgencia biológica llegadas a cierta edad, en un desafío a las leyes de la naturaleza, en un agobio que angustia a la mujer a veces en mitad de una crisis personal, laboral, sentimental. Muchas personas no tienen opción y solo nos queda ser respetuosos y comprensivos. Lo grave es darse cuenta de que el ser humano en el mundo rico ha dejado de escuchar el sabio dictado biológico. El progreso ha obligado a negar nuestra naturaleza de mamíferos. Hemos hecho con nuestro cuerpo lo mismo que hemos hecho con nuestra costa, con nuestro territorio y paisaje. Lo hemos puesto al servicio de un sistema económico y social sin reparar en los daños, sin resolver la incompatibilidad. Ahora que nos vemos acosados por esta enfermiza contradicción, sería bueno que nos planteáramos si es inteligente organizarnos de espaldas a lo que somos. Qué pensaríamos de un pez que contamina su agua, que niega su entorno, su naturaleza, su proceso vital. Pues así nos deben de estar mirando los animales que un día compartieron con nosotros instinto y afán de supervivencia. Como a unos estúpidos irracionales, que han condenado a la intimidad de su cuerpo a ser esclavo de un calendario laboral y social redactado para hacernos infelices, impotentes y en perpetua angustia vital.