Dos miradas

Mi vida es mía

EMMA RIVEROLA

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Desde un punto de vista racional, la vida es lo único que poseemos. Hasta que la perdemos y desaparecemos con ella. Alguien puede arrebatárnosla, pero es la única propiedad que no debemos adquirir. Nos pertenece y tratamos de vivirla con la máxima plenitud. El lunes, estas páginas mostraban el conmovedor testimonio de una familia que atendió la voluntad del patriarca de morir dignamente y de decidir el momento adecuado para ello. Algo que las leyes prohíben en nuestro país. Un veto enraizado en una idea religiosa conservadora de la existencia que convierte el derecho a la vida en un deber, cercena la libertad del individuo y lo declara incapaz para decidir sobre sí mismo.

Forma parte de nuestro instinto agarrarnos a la vida hasta el último aliento, pero también es un valor inherente al ser humano la dignidad. Ambos conceptos deberían encontrar plena acogida y defensa en la ley. Garantizando los cuidados paliativos para quien desea recibir a la muerte cuando se presente o la asistencia para aquel que prefiere acudir de forma serena, voluntaria y digna a su encuentro. Si los humanos hemos puesto la ciencia al servicio de la prolongación artificial de la vida, también deberíamos poder contar con ella para decidir nuestro propio final. Sin vernos obligados a poner nuestro cuerpo, nuestro sufrimiento, nuestra voluntad y nuestra agonía en manos de terceros.