El cuerno del cruasán

Viaje con nosotros, si se atreve

JORDI Puntí

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Si yo fuera una de esas personas inquietas que llevan un diario, buscaría una fecha de hace siete u ocho años. Buscaría ese día de junio en que subí por primera vez a un avión de Ryanair. Volaba a Fráncfort, Alemania, con un billete que me había costado 13,90 euros. Ida y vuelta. Más barato que una ópera en el Liceu, unas alpargatas o el DVD deAterriza como puedas. Como mucha gente, ese día entré en la terminal de Girona -perdón, de Barcelona-Girona- con una sonrisa boba de felicidad. De repente, ir en avión hasta el otro extremo de Europa parecía tan sencillo como subir un domingo a Sant Miquel del Fai. Sí, vivíamos en un mundo nuevo. Comprábamos los billetes por internet, sin manías. Leíamos los otros destinos -Dublín, Bratislava, Maastricht- y planeábamos fines de semana hiperactivos.

Una vez en el avión, este entusiasmo se fue matizando. Como los asientos no tenían reserva, tuve que luchar como un almogávar por una butaca. Un grupo de jóvenes curdas volvía a casa tras 24 horas en la Costa Brava. Esto es literal: su equipaje era un bañador, toalla, chancletas y los pies llenos de arena. A mi lado, un matrimonio comía paella fría de untupper. Tres filas más allá, unos niños jugaban a tirarse cacahuetes en la boca y tenían mala puntería. Ya en el aeropuerto de Fráncfort descubrí que para llegar a la ciudad había que hacer dos horas más de autocar. ¿Merece la pena que siga?

Los vuelos de Ryanair y otras compañías de bajo coste han distraído muchas sobremesas. Al principio todo el mundo contaba historias divertidas, viajes que eran una ganga. Poco a poco los elogios se reciclaron en abusos, engaños y leyendas urbanas sobre los lavabos del avión. Durante años, con el billete tan barato, Ryanair nos hizo creer que les estábamos estafando. En realidad eran ellos los que nos tomaban el pelo. Ahora han decidido que lo harán a lo grande y han anunciado que, si el Govern no les da más dinero, dejarán de operar en el aeropuerto de Alguaire, en Lleida. La cosa es así: para disimular la ausencia de viajeros y la inversión ruinosa, la Generalitat les subvencionaba 20 euros por pasajero. Ahora Ryanair se va porque quiere 60 por cabeza. Es decir, quiere cobrar por la mayoría de asientos vacíos. La evidencia de todo eso es que poca gente quiere volar a sitios como Lleida, Huesca o Ciudad Real, pese a sus aeropuertos futuristas, y ya no hace gracia que durante el vuelo las azafatas mastiquen chicle y te vendan lotería.