EL SEGUNDO SEXO

Viajar

Ir de viaje se ha convertido en algo tan valorado socialmente que negarte a salir de casa es un pecado

ÁNGELES GONZÁLEZ-SINDE

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El aeropuerto de Barcelona bate el récord anual de pasajeros: 37 millones. Dos más que el año anterior. Yo aterrizaba desde Viena y en los diarios de allí se publicaba una noticia similar: nuevo récord de turistas en la vieja capital austrohúngara, 13 millones. Consulté la web de la Organización Mundial de Turismo: en el 2014, nuevo máximo histórico, más de 1.100 millones de turistas internacionales viajando por todo el mundo. Cada vez somos más turistas y cada vez llegamos a más lugares.

Cuando en los veranos de mi adolescencia empecé a viajar para aprender inglés, era frecuente poder dormir estirada en varios asientos. Ahora trenes, barcos y aeronaves van tan repletos como las camionetas que antes se cogían para ir de Plasencia a la capital franquista en los 60 y los 70. La misma cantidad de bultos y paquetes, el mismo roce, que no cariño, con los viajeros contiguos, el mismo agotamiento y la misma rigidez tras largas horas inmóviles puerto arriba, comarcal abajo. Entonces el común de los mortales se veía obligado a sufrir en la locomoción por motivos como la emigración del campo a la ciudad, pero ahora lo hacemos por placer, por el mero gusto de movernos. Por trabajo o placer, yo viajo no menos de dos veces al mes. En el 2014 estuve en Italia, el Reino Unido, Mauritania, Sierra Leona, Grecia, Cuba, Bolivia y Austria, además de los viajes por España. Un amigo se ríe: «¿Te persigue alguien y vas huyendo de país en país?». Lleva razón, pero no puedo evitarlo, tengo una relación ambigua con los viajes, por un lado me atraen, pero por otro me agotan.

Creo que no soy la única. Viajar se ha convertido en una actividad tan valorada socialmente que negarte a salir de casa es un pecado. El que admite que no le apetece viajar es un aguafiestas, un cenizo que no sabe apreciar la variedad y riqueza del mundo. Sin embargo, entiendo a la gente que no viaja. Quedándose quietos, nadan contracorriente. Lo saben, y generalmente callan para no ser marginados. Y el resto, ¿por qué viajamos tanto? ¿Qué hay ahí fuera que no haya aquí dentro? Un mauritano me lo explicó perfectamente: «Usted puede venir a ver cómo vivo yo, pero yo no puedo ir donde vive usted, no puedo pagármelo». Esa es la primera razón: viajamos porque podemos. Los chinos, en cuanto han ganado poder adquisitivo, se han convertido en los primeros viajeros del mundo.

Nos decimos a nosotros mismos que viajamos para conocer cómo vive otra gente, ver de primera mano paisajes y monumentos, referentes vistos en películas, en la televisión, en los libros. Pero también para poder contarlo, para decir «yo estuve ahí y viví la experiencia», y, me temo, para fugarnos temporalmente y esquivar la rutina de un día a día muchas veces insatisfactorio pero al que no podemos o no sabemos plantar cara. Desde que en el siglo XVII se inventara el Grand Tour, o el recorrido iniciático por Europa que toda persona culta y refinada debía experimentar, el turismo se ha convertido en una inmensa industria que mueve millones de personas y de euros, yenes, dólares, rublos, pesos... Los viajes nos atraen aunque viajar sea objetivamente cada vez más incómodo debido no solo a la disminución del tamaño de los asientos en los aviones y a las enervantes medidas de seguridad, sino también a la masificación y a las colas.

Masificación, pero ¿por qué? ¿Qué estamos buscando? Quizá a nosotros mismos. Queremos vernos en otros paisajes esperando no sé si reencontrarnos o simplemente echar de menos esa casa nuestra que a veces se nos cae encima. Nos gusta explorar el mundo porque tenemos la esperanza de que la ausencia nos transforme, pero también porque sabemos que regresaremos. Como decía el chiste, no hay que confundir turismo con emigración, y para disfrutar es imprescindible el billete de vuelta.

Ya en casa, se dará la paradoja de que hayamos pagado por conocer África y sus pobladores, pero que los inmigrantes africanos que piden a la entrada del supermercado de nuestro barrio no nos despierten el mismo interés o empatía. El exotismo aquí nos incomoda, porque apunta a desigualdades, a desequilibrios económicos, políticos, sociales muy graves y muy profundos, ¿y no era justo de eso de lo que queríamos huir? El viaje nos atrae en cuanto que nos producirá placer y nos reconciliará con ser humanos y formar parte de un mismo mundo, aunque sea enmascarando realidades duras que permanecerán invisibles a la mirada del turista.

Como dice el sociólogo Zygmunt Bauman, «es normal que queramos ser felices, pero hemos olvidado todas las formas de ser felices». Quizá por eso nos lanzamos con tanta pasión a ese sucedáneo momentáneo de realidad sin responsabilidades, sin limitaciones, ni temores, ni culpa que es visitar tierras extrañas.