La crisis de los refugiados

La vergüenza de Europa

No se detendrán quienes nada tienen que perder salvo la vida, que no es un riesgo desconocido para ellos

ALBERT GARRIDO

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Cuando alguien sobrevive a la guerra y muere por huir de ella (el pequeño Aylan Kurdi, su hermano, su madre y un número indeterminado de refugiados sin nombre -miles quizá- engullidos por el mar), algo profundamente obsceno se ha adueñado del paisaje. Cuando ayuntamientos, oenegés, asociaciones y particulares se movilizan para aliviar la tragedia, mientras los gobiernos europeos se toman su tiempo mediante una proliferación de declaraciones que nada resuelven, es que la obscenidad ha llegado a los salones donde debieran regir la decencia y el compromiso. Cuando esto sucede a las puertas de la prosperidad y de las finanzas globales, un escalofrío recorre el espinazo, porque esta no es la Europa prometida, sino otra cuyo compromiso moral no va más allá de mantener el presupuesto equilibrado.

Este drama sin paragón de los refugiados que llegan a Grecia y a Italia, que embarcan en Turquía con la vista puesta en Alemania, que cruzan los Balcanes y se encuentran con la concertina húngara, estos refugiados que son el gran negocio de mafias especializadas en traficar con seres humanos, son las víctimas visibles de la doctrina del mal menor aplicada en Siria por Occidente. Sucede que la vesania de Bashar al Asad es finalmente preferible a la del Estado Islámico, porque el dictador forma parte del sistema o lo que queda de él y los yihadistas constituyen una partida antisistema con la que no hay negociación ni compromiso posible. Esa es la escueta realidad de una guerra que ha producido cuatro millones de refugiados y más de seis millones de desplazados internos. Mientras, Siria se desangra y pierde a borbotones su incipiente clase media, aquella que pudo ahorrar lo suficiente en su día para pagar hoy el pasaje de un viaje incierto; mientras, el empate histórico entre Asad y el califato configura una guerra de larga duración sometida a las exigencias de las petromonarquías sunís, encabezadas por Arabia Saudí, y a los designios de Occidente, quizá conmovido, pero también temeroso de que cualquier futuro sin Asad sea peor que el presente con él.

DIAGNÓSTICOS Y PARCHES

Cada vez que un gobernante europeo declara con el rostro compungido que hay que actuar en origen acierta en el diagnóstico, pero luego sigue siempre una larga digresión sobre los cupos de refugiados que deben corresponder a cada país, y rara vez especifica el carácter o la naturaleza de las actuaciones en origen. No solo en el caso de Siria, sino en el de Irak (un Gobierno venal, un Ejército incapaz y una población exhausta), en el de Libia (un Estado desaparecido a merced de dos gobiernos y varias milicias), en el de Afganistán (compendio de todas las ineficacias imaginables), en el de Yemen (una catástrofe a la que nadie presta atención con más de un millón de refugiados y desplazados), y así se puede seguir orientando la brújula a los cuatro puntos cardinales (Eritrea, Somalia, Sahel, África subshariana). Pero si no se entra en los detalles, no hay forma de ir más allá del parche, de ese darwinismo social que hace posible que unos, los menos, puedan ponerse en marcha rumbo a Europa y que los más se vean condenados a soportar las bombas.

La UE ha cometido tantos errores en este desastre sobrecogedor, que decir que deberíamos avergonzarnos de Viktor Orban, primer ministro húngaro, como ha hecho el ministro de Asuntos Exteriores de Luxemburgo, Jean Asselborn, es insuficiente. La vergüenza debiera ser un estado moral compartido por los Veintiocho, parapetados en la letra pequeña del tratado de Schengen y de la regulación de Dublín, como si el derecho internacional no fuera suficiente para hacerse cargo de los refugiados en la forma debida. La vergüenza debiera ser el punto de partida para actuar eficaz y prontamente antes de que la vergüenza dé paso a la deslegitimación de las instituciones ante una montaña de cadáveres.

Nada detendrá a quienes aguardan en las estaciones, se hacinan en hogares de fortuna, se suben a los trenes sin saber si llegarán a su destino o marchan a pie por las carreteras de Europa. Nada detendrá a quienes nada tienen que perder salvo la vida, y ese no es un riesgo desconocido para ellos. El economista y filósofo francés Guy Sorman ha escrito: «Se arriesgan a morir ahogados porque saben que la alternativa es ser gaseado, ametrallado, bombardeado, condenado a pasar hambre». Y formula una pregunta desgarradora: «¿Cómo no sentir vergüenza de una Europa que, salvo Alemania, es incapaz de sacar lecciones de su propia historia para hacer de la acogida de refugiados una oportunidad y no un problema técnico?». Cómo no sentirla ante la elocuencia de las cifras recordadas por Federica Mogherini: Turquía acoge a dos millones de refugiados sirios; la UE se enzarza en una discusión inacabable para hacerse cargo de 60.000.