Al contrataque

La verdadera fiesta de Cadaqués

El sábado en el Cap de Creus, durante un rato la felicidad no fue solo una promesa. Y no precisamos subir un vídeo a Youtube para demostrarlo

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MILENA BUSQUETS

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Una noche de verano de hace muchos años, en Cadaqués, se me acercó un chico que conocía de Barcelona y que pertenecía a una de esas familias bien que frecuentaban el Liceo Francés y el Real Club de Tenis. Me saludó muy amable y empezó a preguntarme si conocía a los tal que tenían la casa no sé dónde, y a los cual que tenían el velero anclado en la bahía, y a los no sé qué que iban a Cadaqués de toda la vida.

Cada vez que el chico me decía un nombre, yo negaba con la cabeza, y entonces él, inasequible al desaliento, se sacaba otro apellido de la chistera. Me recitó una lista larguísima de conocidos apellidos de la burguesía barcelonesa. Al final, harta ya de bobadas, le dije: «No conozco a ninguna de las personas que me dices, pero mira, ¿ves a aquel chico con el pelo largo dibujando con un palo en la arena de la plaza? Se llama Rafi, vino de tripulación con un yate y se quedó aquí, dice que es la reencarnación de Dalí. ¿Y ves a aquel al lado del árbol? Es un tatuador alemán que ha estado un año en la cárcel. Y ese gordito moreno es italiano, vive en el cámping y hace unos espaguetis buenísimos. El rubio que está a su lado es inglés, se hace llamar Sky, da masajes. ¿Y ves a esa mujer anciana haciendo pulseras con una corona de plumas en la cabeza? Pues duerme en un agujero que hay en una roca pasado el Llané. Esta es la gente de Cadaqués que yo conozco».

Cadaqués fue durante mucho tiempo un pueblo de piratas y de náufragos. A veces, todavía lo es.

El sábado fui a cenar al restaurante de Cap de Creus. Había bastante gente, una mezcla de jóvenes y de viejos. Bellezas trabajadas a la intemperie, caras marcadas por el sol, ojeras de haberlo pasado bien, cabellos despeinados por la tramontana, labios resecos por la sal del mar, camisetas gastadas, niños adormilados en el regazo de sus padres, sardinas a la plancha, curry, pastel de zanahoria. Ese día en el faro se hablaba catalán, castellano de aquí y de allá e inglés (el dueño del restaurante del faro es inglés, tiene pinta de marinero y suyo es el mérito de haber sabido preservar y proteger el lugar). En el exterior, un norteamericano que parecía el doble de Jim Morrison tocaba la guitarra y cantaba sobre amores aciagos bajo la atenta mirada de un par de gatos. Todo el mundo podía hablar con todo el mundo, o con nadie.

Sin vídeo en Youtube

Tal vez pareciésemos una pandilla de perdedores de otra época (o de esta), y desde luego no creo que ninguno de los allí presentes hubiese sido invitado al guateque de la <b>Rahola</b>, dudo que la mayoría supiese siquiera quién era la Rahola, pero durante un rato la felicidad no fue solo una promesa. Y ni siquiera necesitamos hacer un vídeo y subirlo a Youtube para demostrarlo.