Comunicación y nuevas tecnologías
La vaporosa era de la instantaneidad
Cada acontecimiento exige ahora una reacción inmediata y el silencio se ha convertido en sospechoso
Carlos Carnicero Urabayen
Periodista.
CARLOS CARNICERO URABAYEN
La mejor metáfora de las contradicciones de esta nueva era ha tenido lugar precisamente en la cuna de la innovación tecnológica, Silicon Valley. Hace un par de años Barbara Beskind alcanzó su sueño al lograr trabajar como diseñadora en una empresa puntera tras haber cumplido 90 años. Beskind confesó en una entrevista cuál es una de sus cualidades que destacan sobre los demás, en el universo californiano dominado por la juventud: es capaz de mantener la concentración durante horas gracias a que tiene un teléfono móvil que solo sirve para hacer llamadas.
Hagan la prueba. Activen su teléfono móvil y observen a cualquiera de los extraños que deambulan por sus redes sociales. Tan cercanos, siempre accesibles en la pantalla, pero tan ajenos a uno mismo. El mundo nos cabe en el bolsillo y la era de la comunicación instantánea es irresistiblemente atractiva, qué duda cabe; jamás la distancia significó tan poco. Pero nunca hemos resbalado tanto por la superficie ni reposado tan poco la información.
Durante mis años trabajando en el Parlamento Europeo, absorbido por reuniones, emails y comunicaciones variadas las 24 horas al día, siempre me llamó la atención la tendencia colectiva a no leer documentos de más de tres páginas. O tres párrafos en algunas ocasiones. La obsesión por concentrar la información -una imposición de la velocidad de nuestro tiempo- obliga casi siempre a vivir sin detalles importantes. A menudo no importa el cómo sino el cuándo.
Esclavos de mensajes banales
Vivimos disponibles las 24 horas, aunque muchos no seamos neurólogos de guardia ni agentes del MI6 a tiempo completo. Claro que es conveniente poder estar localizable para la llamada de un amigo en apuros o una misión de salvamento de la democracia europea. Pero somos demasiado esclavos de los mensajes más banales, siempre amenazados de ser distraídos o sencillamente perturbados en nuestra paz reflexiva. Con la excepción, claro, de Beskind y quienes tienen la encomiable disciplina de generar espacios de desconexión en su vida cotidiana.
La conectividad permanente transcurre por una delgada línea que separa el progreso de la tiranía de estar siempre localizado. Contar una experiencia a extraños se convierte a veces en algo más importante que vivirla, en un universo que tiende a reafirmar la autonomía del individuo por encima de la comunidad en la que habita. La moda del selfi, con la patética versión del palo extensible que abarrota los monumentos históricos más visitados del mundo, retrata bien la idea de valerse siempre por uno mismo y no contar con la amable cooperación de otros transeúntes para tomar una foto. Por no mencionar la invasiva exhibición de las hiperdiferencias sociales, con la permanente pasarela de quienes frecuentan restaurantes exclusivos o viajan a paraísos otrora escondidos, ante la paciente mirada de quienes solo podrán tocar esos mundos en su pantalla.
Sin duda es la política el laboratorio en que la instantaneidad se ha apostado con mayor fuerza. Las ventajas saltan a la vista. Destacaré dos. Las redes sociales han roto un muro entre ciudadanos y representantes. Permiten establecer una comunicación directa en la que los políticos bajan a la arena virtual, sin más intermediación que internet. En los países autoritarios, las redes sociales (importante cauce, pero no causa de revueltas populares) han permitido que los ciudadanos indignados se organicen desafiando la censura de sus tiranos, ya sea en el norte de África o Hong Kong. En nuestro país los indignados del 15-M hubieran sido menos en la plaza sin Facebook o Twitter.
Pero, «el mundo del eterno presente», como lo llama Michael Ignatieff, también nos está dejando sus secuelas en la política y los medios de comunicación, sobre todo en la televisión. La política está acelerada y las grandes estrategias para el largo plazo -esas que son fundamentales para las grandes transformaciones de los países que más han prosperado- casan mal con esta época en que cada acontecimiento exige una reacción constante y el silencio reflexivo se ha convertido en sospechoso. La solidez de los planes de los partidos se erosiona en la medida en que debe adaptarse a cada acontecimiento diario, perdiendo de vista a menudo el largo trazo.
Las respuestas a nuestros problemas nunca han sido tan complejas -la hiperglobalización multiplica los polos en donde debemos apoyarnos para entender y resolver los asuntos- pero en los platós de televisión los tonos grises están prohibidos en favor de los argumentos, a menudo en forma de gritos, que deben resolver el mundo y a ser posible caber en los 140 caractéres de un tuit. ¿Nos salvará un cierto equilibrio?
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