Dos miradas

Una vez muerto

Que la ayuda de la ley de dependencia llegue cuando ya no hay nada que hacer es un ejemplo más de cómo funcionan determinadas políticas sociales

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JOSEP MARIA FONALLERAS

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Como advertía un reportaje de EL PERIÓDICO, miles de familias reciben la ayuda a la dependencia una vez muerto el beneficiario. Que el dinero llegue cuando ya no hay nada que hacer no solo es una salvaje absurdidad sino un ejemplo más de cómo funcionan determinadas políticas sociales. Como decía una de las afectadas, «cuando la gente está en el peor momento de su vida no obtiene la respuesta que necesita». Es evidente que los ciudadanos que se acogen a este derecho, pese a la ausencia del anciano para quien se había pensado la ayuda, tienen un cierto consuelo económico que les ayudará a superar el trance sufrido durante años, pero el problema de fondo es que las familias, cuando lo necesitaban de verdad, cuando era imprescindible, urgente y necesario que la Administración se hiciera cargo de los cuidadores, de los cuidados, de las ortopedias, del día a día del enfermo, no recibieron nada o, con suerte, la calificación del grado de dependencia, la certificación de las prestaciones a las que se podían acoger y que no llegaron nunca.

Convivir con personas que no pueden valerse por sí mismas es una experiencia que solo conocen de verdad los que la han sufrido en propia piel. Si, encima, compruebas que el Estado al que pagas impuestos te deja de lado en el momento más dramático, la desolación es enorme. Una vez fallecido, recibir el dinero que tocaría en vida parece un guion de humor negro. Si no fuera que es una triste, tristísima realidad.