El turno

Una inmersión compensatoria

NAJAT EL HACHMI

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En la escuela a la que fui, los maestros, mayoritariamente catalanes, nos hablaban en su lengua. La empleaban con la naturalidad y la eficacia afectiva que transmiten los nativos, en un proceso muy parecido al que se establece entre madres e hijos. Dado que nosotros no teníamos ningún vínculo emocional con el nuevo país, se hace difícil imaginar el desarrollo del sentimiento de pertenencia por otra vía. No era un tema normativo, y el vínculo iba más allá de su deber de funcionarios: a través de ellos íbamos abriendo ventanas en los espacios domésticos de los catalanes, aquellos a los que no accedíamos precisamente porque no disponíamos de ninguna familia catalana con la que convivir. Nos describían, con la excusa de la lengua, cómo vivían, cómo veían el mundo, y nos convertían en cercanas sus historias personales y colectivas. Pero el entorno, por suerte, era muy diverso. El resto de alumnos, mayoritariamente castellanohablantes, nos descubrieron otros universos de regiones españolas lejanas.

Con los años, y a medida que el alumnado se iba diversificando en nacionalidades, lo único común era la lengua. Ni la clase social, ni el poder adquisitivo, ni las creencias religiosas, ni las costumbres o la vestimenta, lo único que nos hacía del mismo lugar era que habíamos aprendido a resolver problemas de matemáticas y los países del mundo en una misma lengua. Incluso si hablábamos entre nosotros en castellano parecía que el catalán nos unía de forma inconcreta. Los padres de aquellos niños, sin embargo, no se opusieron nunca, ni en su condición de españoles, a la inmersión lingüística: veían que, lejos de ser un agravio para sus hijos, los preparaba para desarrollarse en igualdad de condiciones con los que sí venían de familias catalanohablantes. Para vivir aquí, claro; para hacerlo en Finlandia no necesitaban para nada el catalán.