Al contrataque

Una ciudad donde ser feliz

En Madrid solo he encontrado cautela, amabilidad y comprensión con el asunto catalán; cierta pena, también, que yo comparto

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MILENA BUSQUETS

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Acabo de pasar unos días en Madrid, ciudad que conozco desde niña y que visito siempre que puedo. Esta vez la excusa era que mi hijo mayor todavía no había estado y que un amigo muy querido, Marc Bassets, presentaba allí su fantástico primer libro de crónicas periodísticas.

No es cierto que seamos ciudadanos del mundo y que podamos estar bien en todas partes, la verdad es que hay muy pocos sitios y muy pocas personas con los que uno puede de veras ser feliz. Hay algunos lugares (e individuos) que inexplicablemente nos acogen, nos entienden y nos aceptan desde el primer minuto y en cambio hay otros, la mayoría, con los que nunca acabamos de encajar.

Adoro Venecia y, sin embargo, nunca he logrado ser feliz allí. He visitado la ciudad en multitud de ocasiones, casi tantas como Madrid, y reconozco que probablemente sea el lugar más bonito del mundo. He ido con novios, con amigas, con familiares; de niña, de adolescente y de adulta; he visitado pensiones de mala muerte y hoteles de lujo; me he alimentado durante días de bellinis en el Harry’s Bar y he subsistido a base de bocadillos y helados comprados en la calle; he pasado días recorriendo iglesias y días encerrada en una habitación de hotel. Pero nunca he sido feliz.

En  su biografía, David Hockney cuenta como de adolescente descubre que es homosexual y empieza a tener relaciones con hombres y un día se enamora de uno y todo es perfecto y son muy felices, hasta que una amiga les invita a Cadaqués. Allí, en aquel cul de sac a orillas del Mediterráneo, sin saber ni cómo ni por qué, todo se va al carajo. He ido a Cadaqués desde que nací y sé que puede tener ese efecto en los visitantes: o se enamoran perdidamente del pueblo (y el pueblo de ellos) o son expulsados sin contemplaciones.

Seducir a Venecia

En Madrid siempre he sido feliz, me gustan sus multitudes, sus edificios, su luz, su comida, el talante, la forma de hablar, el amor de la gente por la ciudad (tan parecido al que sentimos los barceloneses por Barcelona). Esta vez iba con un poco de inquietud, pensando que tal vez el conflicto catalán habría enrarecido el ambiente y el trato con los catalanes. Me equivocaba. Puede ser suerte o casualidad, pero en Madrid (por la calle, con los camareros, con mis amigos, con conocidos, cenando, paseando o remando –y haciendo el ridículo más estrepitoso– en el estanque del Retiro) solo he encontrado cautela, amabilidad y comprensión con el asunto catalán; cierta pena, también, que yo comparto.

Voy a volver a Venecia en primavera, me pondré mis mejores galas, le contaré historias maravillosas y la recorreré de punta a punta hasta el amanecer si es necesario. Estoy segura de que esta vez lograré seducirla.