Los escándalos de corrupción

Una atmósfera contaminada

La política aparece como un estorbo o como un cuarto oscuro en el que se enriquecen unos cuantos

ALBERT GARRIDO

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Las decisiones políticas o financieras contaminadas por actitudes personales reprobables enrarecen la atmósfera social en igual medida que lo hacen los gases de efecto invernadero con el aire que respiramos. Aunque se quiera poner de moda la separación entre los manejos privados sujetos a escrutinio judicial o político y la obra realizada por tal o cual personaje, no hay forma de deslindar una cosa de la otra. La confianza en las instituciones públicas y privadas, políticas o de otra naturaleza es un estado moral que requiere años de decencia y transparencia, pero puede saltar por los aires en lo que se prolonga un suspiro.

Por más que en el ecosistema nacionalista catalán se hagan esfuerzos de todo tipo para salvar el legado de gobierno de Jordi Pujol del caso Pujol, el juego de manos no funciona. A cada pregunta surge una duda y, al final, se impone la sospecha generalizada: ¿por qué se decidió construir esta carretera y no aquella?, ¿a qué se debe que tal préstamo fuera para este y no para aquel?, ¿cuál fue la razón última que llevó a fulano y no a zutano a un puesto de alto nivel?, ¿por qué A tuvo derecho a más subvenciones que B? Aun con toda la buena voluntad del mundo, no hay manera de llegar al fondo de cada asunto mayor sin tener la sensación de que nos sumergimos en aguas turbias.

El modelo bien puede aplicarse al nacionalismo español y al nombramiento de Miguel Arias Cañete para ocupar una comisaría en Bruselas. Las apresuradas correcciones hechas sobre la marcha por el interesado alimentarán las dudas y acrecentarán los temores cuando de él dependa tomar una decisión trascendental. Aun obrando con rectitud, siempre arderá el rescoldo de la sospecha por aquellas acciones vendidas a toda prisa y aquellas remuneraciones reconocidas a última hora; declaradas un momento antes, como quien dice, de pasar el examen en el Parlamento Europeo.

Hay más, mucho más: las tarjetas opacas de Caja Madrid-Bankia, última miseria moral del país puesta al descubierto; los parientes de funcionarios del Tribunal de Cuentas que ganan oposiciones en dicha institución; los ERE de Andalucía, cuyas salpicaduras no se sabe hasta dónde llegarán; los Gürteles aquí y allá; los aspirantes a guardias de Badalona que son, al parecer, allegados de empleados municipales. Y así se podría seguir hasta llegar a la triste conclusión de que la probidad de la mayoría queda oscurecida, enmascarada, enlutada por la opacidad prepotente de una minoría. No es de extrañar que el segundo motivo de preocupación de los españoles después del paro sea la corrupción en sus múltiples facetas.

El profesor Yascha Mounk, de la New American Foundation, sostiene en Foreign Affairs que el populismo se ha convertido en un componente más de la democracia desde mediados del siglo pasado, y da múltiples razones para que las cosas sean así, entre ellas que los partidos mayoritarios de las grandes democracias apenas cambiaron en el periodo 1960-1990. El dinamismo posterior a la segunda guerra mundial se convirtió luego en un amaneramiento político que llevó a una parte de la opinión pública a desconfiar de las siglas tradicionales y a aceptar la idea de que el gran problema eran los poderes del Estado y no, por el contrario, una parte de la posible solución a sus problemas.

Esa alteración de los valores, con las diferencias de calendario debidas a la tardía llegada a España de la democracia, llama a nuestra puerta con repiques inquietantes. El populismo que presenta al Estado como un adversario y al establishment político, como «corrupto u ocupado en su propio beneficio» (Mounk), es el nuevo beneficiario de un nihilismo que tiene mucho de hartazgo, de soportar sacrificios inútiles en nombre de un futuro desdibujado en el que nadie confía. Cuando es posible oír en la barra de un bar que ya solo falta que truquen el sorteo de Navidad es que nos deslizamos por una pendiente y nos hemos quedado sin frenos.

Es casi lo mismo que decir que el desprestigio de la política es cada día mayor. Al extremo de que cabe dar con quien piensa que en la comparecencia de Pujol en el Parlament, en su enfado gesticulante, hubo una dosis nada desdeñable de dramatización del momento, una especie de Grand Guignol muy del gusto del expresident, pero del todo estéril para cumplir con el motivo de la sesión, que debía arrojar luz sobre el escándalo. Si todo es teatro, para qué sirve eso de la política, se preguntan cada día más ciudadanos-contribuyentes-electores; qué vienen a contarnos.

Cuanto más tiempo se tarde en ventilar el escenario, el olor a podrido será más insoportable. Y el aire contaminado envenenará los pensamientos con la peor y más trágica de todas las conclusiones: que la política es un estorbo cuando no un cuarto oscuro en el que se enriquecen solo quienes disponen -unos pocos- de gafas de visión nocturna.