En sede vacante

Tres lecciones del gesto de Iniesta

Josep Maria Fonalleras

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Lo que viene después de un partido tan importante, ya lo sabemos. Lo hemos visto. La euforia, a pesar de todos los sueños que puedes intentar que maduren en torno a un hecho singular y feliz, se improvisa. No hay espacio para un guión previo. Reaccionas en función de las pulsiones que son incontrolables y que generan situaciones sublimes o ridículas. Lo que viene después, podemos observarlo, se ofrece a los ojos de los espectadores: el arrebato amoroso, la locura superlativa, los cánticos desafinados. Todo se improvisa y, al mismo tiempo, bajo esa apariencia naïf, todo es previsible, porque ya lo hemos visto otras veces, porque una fiesta así siempre se desarrolla bajo los mismos parámetros.

De modo que no me seduce tanto el después como el antes, los instantes de reflexión personal que un jugador tiene en los pocos ratos de soledad de los que disfruta antes del partido. Hablo deAndrés Iniesta.Este chico, antes de jugar la final de un Mundial, tuvo tiempo de buscar una camiseta blanca, sin mangas, y de entretenerse en escribir en ella, con un rotulador, un recordatorio al amigo que murió ahora hace un año. Un gesto así nos explica muchas cosas: la convicción de marcar que uno supone que ha de tenerIniesta.O de ganar. Solo podrá enseñar su homenaje si consigue la victoria. Si hubiese perdido, el mensaje sería intrascendente y lánguido; además, seguramente permanecería oculto. Llevar encima durante todo el partido esa evocación en el pecho genera, seguro, un plus de emotividad y motivación. Hay que hacer lo que sea para que el mundo sepa que piensa en él, que no deja de pensar en él. Y la euforia inmediata, colectiva, irreflexiva, recupera la previa, íntima, artesana ceremonia elegiaca. Es entonces cuando el estallido pasa a ser pensamiento. Cuando el instante se vuelve historia.