La tormenta perfecta

Miembros de las fuerzas de seguridad iranís se ponen a cubierto durante el ataque al Parlamento.

Miembros de las fuerzas de seguridad iranís se ponen a cubierto durante el ataque al Parlamento. / REUTERS

ALBERT GARRIDO

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

El doble ataque del Estado Islámico en Teherán agrava la inestabilidad en el golfo Pérsico, alimenta la escalada de la tensión y pone en primer término la pugna histórica entre sunís (Arabia Saudí) y chiís (Irán) por la hegemonía regional. Después de la ruptura de relaciones con Qatar de la teocracia saudí y sus aliados, todo imprevisto es posible, incluida la extensión de la guerra del califato (suní) a la república de los ayatolás. Pero el factor religioso no debe inducir a error: la influencia y el poder en Oriente Próximo es lo que está en juego por enésima vez bajo el influjo de la guerra de Siria, el viaje de descubierta de Donald Trump a la península Arábiga y la sujeción cada vez mayor de Egipto a los designios saudís.

Cada actor político suma un número considerable de contradicciones en sus alianzas, salvo el Estado Islámico (EI), teóricamente combatido por todo el mundo dentro y fuera del orbe musulmán, y decidido a atacar en cualquier lugar. Al mismo tiempo, países no árabes como Turquía e Irán encuentran la mejor de las ocasiones para sacar partido de la situación –lo intentan, al menos– cada vez que la Liga Árabe se divide en facciones, algo bastante frecuente. Este es el escenario de hoy: dos gobiernos que representan el triunfo de un islamismo político de corte nacionalista, el turco y el iraní, apoyan a Qatar, acusado de connivencia con el terrorismo, y, al mismo tiempo, el terrorismo global del EI golpea el régimen de los ayatolás, cuya rehabilitación cuenta con la simpatía de Qatar desde que renunció a desarrollar un arsenal nuclear.

LOS RIESGOS

Este crucigrama o laberinto está preñado de riesgos en un escenario sumido en una tragedia cotidiana. La perpetuación de la guerra en Siria, la pervivencia del Estado Islámico a pesar de todo –la batalla de Mosul–, la debilidad del régimen iraquí y la implicación de terceros en cualquier lugar alimenta la inestabilidad en varias direcciones en igual o mayor medida que la ausencia de intermediarios libres de sospecha. Basta recordar las reiteradas acusaciones de financiación encubierta de Al Qaeda dirigidas en el pasado contra Arabia Saudí para calibrar hasta qué punto el rey Salmán está o no moralmente legitimado para pedir cuentas a Qatar; basta evocar el apoyo saudí al golpe de Estado del general Abdelfatá al Sisi en Egipto para albergar idénticas dudas. Basta, en fin, remitirse al aliento dispensado por Irán al presidente sirio, Bashar al Asad, para concluir que todo tiene cabida en esta tormenta perfecta.

Algunos 'think tank' sostuvieron en el pasado reciente que Oriente Próximo se había acomodado a una crisis crónica o de larga duración –guerras incluidas–, surgida del fracaso de las primaveras árabes, apoyadas por cierto por Qatar a través de Al Jazira. Tal acomodación fue un espejismo: lo que se ha producido en realidad es un agravamiento de las rivalidades regionales de largo recorrido con el factor añadido de la prédica califal, que capta adeptos sin tregua, enturbia el islam y estimula el choque entre gobernantes musulmanes.