Análisis

Tomarse en serio la Catalunya de los tres bloques

Si Iceta quiere de verdad aprovechar su identidad transversal y convertirse en el referente de los consensos ha de empatizar con las frustraciones de los dos polos

Miquel Iceta en la sede del PSC

Miquel Iceta en la sede del PSC / periodico

IGNACIO MOLINA

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Pese a la aparente fractura en dos, resulta más riguroso analizar la división del sentimiento nacional en Catalunya en torno a tres tercios imperfectos. El proceso soberanista ha polarizado y segmentado la sociedad, pero la agria coyuntura actual no ha podido borrar una estructura sociopolítica más compleja que se fue conformando en el último cuarto del siglo XX a partir de los rasgos colectivos de identidad, uso de la lengua y aspiraciones de autogobierno. 

El primer grupo sería algo mayor que los demás, pues se acerca al 40% de la población, y es el que se siente exclusiva o predominantemente catalán (hegemónico en el mundo rural y las clases medias-altas de las ciudades). En el polo opuesto se ubicaría el 30% eminentemente español (descendientes de los inmigrantes llegados de otras regiones y concentrado en los barrios populares de las áreas urbanas). Y, por fin, habría otro segmento también en el entorno del 30% con una identidad mixta y usos bilingües más auténticos.

El bloque intermedio, el más dañado

Entre 1980 y 2010, la importancia de este último grupo permitió que las instituciones estuviesen en manos de dos partidos pragmáticos (CiU y PSC) e incluso que dominase el eje izquierda-derecha sobre el nacional. Sin embargo, como el mundo nacionalista se caracterizaba por participar más (sobre todo en las elecciones autonómicas) y como siempre ha existido una hegemonía ideológica catalanista entre las élites, se fue implantando cierto sesgo que dejaba al grupo de sentimiento más español infrarrepresentado en el Parlament. Al menos la mitad del electorado socialista se adscribía a ese perfil sociológico, pero como el PP le quedaba muy a la derecha, prefería seguir confiando con poco entusiasmo en la marca catalana del PSOE.

Pero cuando hace cinco años el procés vino a interrumpir abruptamente la tradicional dinámica más o menos centrípeta y pactista, fue el bloque intermedio el que sufrió mayores daños. Casi todos los antiguos votantes moderados de CiU acompañaron la radicalización de sus líderes hacia las opciones de ruptura representadas por ERC y PDECat, mientras Ciudadanos se convertía en un polo de enorme atracción para llenar el hueco de oferta electoral insatisfecho por el PSC. El gran cambio que supuso pasar de cierta competición ideológica a la nítida fractura nacional hizo engordar al primero de los grupos (con un independentismo muy movilizado hasta rozar el 50%) al tiempo que la suma de PP y Ciudadanos conseguía ir atrayendo a ese 30% españolista. 

El achique de espacios resultante dejó al PSC, a ICV-comuns y a una raquítica Unió defendiendo las tesis propias del bloque intermedio, que, si bien antaño era el mejor posicionado, ahora quedaba muy perjudicado. Y lo hacía tanto en términos cuantitativos (en el 2015 apenas consiguió atraer el 25% de los votos) como cualitativos (porque el frentismo identitario le dificultaba mucho influir o articular pactos).

Aprender de los errores del pasado

La propuesta de Miquel Iceta para estas elecciones consiste en ensanchar su grupo hasta que vuelva a suponer, al menos, un tercio del electorado. Si, en paralelo, el independentismo fuera retrocediendo hasta el 40% del voto o incluso menos, ese catalanismo moderado podría convertirse en eje imprescindible sobre el que bascular los posibles gobiernos futuros. 

La estrategia es sin duda inteligente, pero el PSC parece no haber aprendido de los errores cometidos en el pasado y que tanto contribuyeron a la aparición y auge de Ciudadanos. La impresión es que el viejo sesgo hacia los postulados nacionalistas sigue dominando su definición programática. Ciertamente, existe una discrepancia seria con el independentismo, pero también un esfuerzo por comprenderlo, hasta el punto de asumir prácticamente todas sus demandas salvo la secesión. En cambio, la relación con el grupo de nítido sentimiento español está mucho menos trabajada e incluso se incurre en el autoengaño de suponerlo satisfecho con el statu quo de la relación Catalunya-España. Algo que no es en absoluto cierto cuando se trata del proyecto nacional impulsado por la Generalitat y su reflejo en los usos lingüísticos, la educación o los medios de comunicación. 

Si Iceta quiere de verdad aprovechar su identidad transversal y convertirse en el referente de los consensos entre las diferentes Catalunyas, ha de empatizar con las frustraciones de los dos polos. Debe, en suma, pensar menos en los centenares de antiguos dirigentes del PSC que hoy prefieren opciones nacionalistas y hacerlo más en los centenares de miles de antiguos votantes que ahora apoyan a Ciudadanos.