Peccata minuta

Todo un lujo

Nunca aceptó la etiqueta de 'provocador'. Murió el lunes. De un inmenso músico aprendimos muchísimo teatro

Carles Santos.

Carles Santos. / periodico

JOAN OLLÉ

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Los alquiladores de pianos nunca se fiaron de él porque los aporreaba, los destrozaba a martillazos, los arrastraba por las avenidas, los quemaba (una vez la pira llegó a la docena) e incluso los tocaba como Dios en alta mar. Ateo, siempre admiró las cruces, magistral minimalismo con más de 20 siglos de recorrido. Nació en Vinaròs en 1940, hijo único de Ricardo –el pediatra del pueblo– y Elena, a quienes dedicó una de sus óperas. Se pasó la infancia encolado a una banqueta de piano; detrás de la ventana quedaban la calle, el sol, el agua y los destellos cegadores, wagnerianos, del sol y los relámpagos sobre su Mediterráneo. Cambió el piano, el rey de la selva, por cuatro años de moto, y luego, siempre en tren –a veces lleno de estraperlistas o heroicos soldados que iban o regresaban de Argel fornicando en los compartimientos sin que el revisor les llamase la atención–, aprendió en Barcelona y en París. Y en eso llegó Joan Brossa, tan desaliñado como él: «Carles, tocas muy bien. ¿Y ahora, qué?». Ya en Nueva York, aprendió de John Cage –alumno de la baguette azul y del wáter de Marcel Duchamp– que los goznes mal engrasados de una puerta bien pueden ser una lección magistral de solfeo y libertad.

En su tarjeta de visita figuraron los oficios de pianista, compositor, director musical y teatral, actor, cantante, escultor, fotógrafo, cineasta y pescador de atunes desde su Sargantaneta, hasta que una vez uno de ellos, agonizando, le miró a los ojos. Tuvo gallos (que cantaron puntualmente hasta que los vecinos se hartaron), gallinas y palomas mensajeras. El gallo dejó de cantar, pero Carles nunca dejó de desayunarse un par de horas con Bach entre los dedos –persona que no debería venderse en los supermercados ni afeitarnos escuchándole–.

Lamentó mucho más las bellas cosas que no pasaron que las que nos ha tocado vivir. Nunca acabó de entender a los valencianos, que se pasaron en bloque del PSOE al PP y viceversa, pero no por eso dejó de lucir orgullosamente una larga túnica bordada con naranjas de verdad sobre su barrigota paellera. No le gustaba pernoctar en Barcelona; después de cada actuación cogía la autopista para dormir y soñar en su colchón, mojarse el culo en su mar y, al día siguiente, lo mismo pero al revés.

Los locos son los otros

Ganar 12 premios Max (o menos) o componer las fanfarrias de los Juegos Olímpicos del 92 resultan, en su infatigable currículo, como una meadita en el océano de su desbordada y libérrima creatividad sin fronteras. Nunca aceptó la etiqueta de provocador; los locos son los otros. Como el Liceu, que nunca le tuvo en cuenta. Murió el pasado lunes. De un inmenso músico aprendimos muchísimo teatro. Todo un lujo, uno menos.