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'They might be right'

Herrera, Mas y Junqueras, en el Parlament, el pasado día 23.

Herrera, Mas y Junqueras, en el Parlament, el pasado día 23. / periodico

POR RISTO MEJIDE

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Bill Bernbach fue el inventor de la publicidad moderna, el creador de anuncios legendarios y dentro del sector es hoy lo más parecido a Dios, o a Messi, si eres ateo. Un genio del que todavía muchos seguimos aprendiendo, más de 30 años después de su muerte.

Bernbach no publicó ni un solo manual publicitario. Ni rojo, ni verde, ni azul, ni su camisita ni su canesú. Este maestrillo ni escribió su librillo, ni reveló sus confesiones, ni falta que hizo. Casi todo lo que ha llegado hasta nuestros días son un manojo de entrevistas, algunos principios manuscritos y un libro presuntamente coescrito desde el otro lado del escaparate. De ahí que circulen muchas historias apócrifas sobre su manera de trabajar.

Una de las leyendas más famosas cuenta que Bernbach llevaba siempre en su bolsillo una tarjetita con una sola frase escrita. Cuando las discusiones se ponían feas, la sacaba, leía su contenido y la volvía a guardar.

En cierta ocasión un becario, o lo que equivaldría a un redactor jefe tras el ERE de 'El País', le preguntó a Bernbach qué ponía en esa tarjeta. Él respondió: "They might be right".

"Puede que tengan razón". Es lo que tienen las traducciones al castellano, que hasta un Bill Bernbach se te queda en un Paco Marhuenda.

El caso es que hace poco, hablando con Juan Gómez-Jurado sobre los debates televisivos (no confundir con los televisados), llegamos a la triste conclusión de que la manera más valiente de afrontar una discusión pública o privada era mostrando la firme voluntad de cambiar de opinión si uno encontraba mejores argumentos que los propios. Y lo triste es que eso, hoy, sea de valientes.

Ni a Cospedal ni a mí nos consta en qué momento empezamos a confundir integridad con ceguera, lealtad con sordera y diálogo con rendición. Tampoco nos consta si sería una leyenda urbana, pero cuentan que una vez hubo un tertuliano que dejó de gritar, y tras escuchar al otro, se levantó de su silla, tendió su mano a la otra España y dijo algo así como: "Tienes razón, me acabas de convencer".No le volvieron a llamar más que chaquetero.

Perdona si salto de los tertulianos televisivos a Scott Fitzgerald, pero es que él fue quien definió la inteligencia como la habilidad de sostener dos ideas contradictorias al mismo tiempo sin perder por ello la capacidad de funcionar. Y otro que tampoco parecía tonto dijo que "lo opuesto de una formulación correcta es una formulación falsa, y lo opuesto de una verdad profunda suele ser otra verdad profunda".Su nombre era Niels Bohr.

Pero volvamos al subsuelo, volvamos a la política. Hasta donde yo sé, el principal oficio de un político es dialogar. Encontrar puntos de unión, sobre todo con los únicos que tiene sentido buscarlos, sus oponentes. Negociar acuerdos, hallar el consenso en los contextos más complicados, incluso allí donde los ciudadanos de a pie romperíamos la baraja.

Dicho de otro modo, salvo con apóstatas del diálogo -también llamados terroristas-, el político tiene la obligación de dialogar con todo el mundo. Hablo del diálogo de verdad, aquel en el que no te escuchas solo a ti mismo, aquel en el que uno está dispuesto a cambiar de opinión. Todo lo demás son monólogos simultáneos.

Suerte que eso aquí no pasa

Rajoy dialoga continuamente con Mas. Irene Rigau lo hace con Wert y el ministro le corresponde dialogando con toda su educación y cultura. El PPC dialoga con el Parlament. El PSC dialoga consigo mismo. Soraya dialoga con su amiga invisible, Catalunya dialoga con España y ya no digamos la viceversa.

Eso sí, mientras tanto, la Declaración de Soberanía de Catalunya se empeña en hacer explícito algo tremendamente obvio: "Diálogo: Se dialogará y se negociará con el Estado español, las instituciones europeas y el conjunto de la comunidad internacional".Y a mí se me pone cara de Bombi: ¿por qué será?

Necesitamos gente que nos haga cambiar de opinión. Es así como progresamos. En nuestra vida personal, en nuestro trabajo y ahora, más que nunca, en nuestro país. Pero para eso, primero hay que abolir todo aquello que dificulte el diálogo. Y hay que abolirlo ya.

Hace unos días, sin ir más lejos, mi amigo Miguel Ángel Revilla, como buen experto en anchoas, exhortaba a Rajoy y Rubalcaba a sentarse urgentemente y diseñar un plan nacional anticorrupción que evitase el estallido social.

Señores diputados y no imputados -mientras escribo estas líneas alguno queda-, tienen seis millones de razones para sentarse YA a dialogar, pero a dialogar de verdad.

Solo necesitarán tres cosas:

-Una tarjetita.

-La frase de Bernbach.

-Y hacer sitio en sus bolsillos, claro.