La rueda
La sortija en la casa de empeño
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
OLGA MERINO
La señora Justina Odón -pongamos que se llamara así- salió de casa muy temprano en la mañana del 24 de diciembre, y si bien no pretendía cometer crimen alguno, una soga de angustia le estrujaba la garganta. Trató de infundirse calma repitiendo para sus adentros el salmo 23: «Aunque camine por oscuras cañadas, nada temo porque tú vas conmigo, tu vara y tu cayado me sosiegan». La llevaba en el bolsillo del abrigo, envuelta en un pañuelo con dobladillo de vainicas. En el mismo fondo del bolsillo, pero no se atrevía a soltarla de la mano. La sortija de tía Águeda, la tía soltera.
Aunque la persiana de la joyería aún estaba echada, ya había una mujer esperando en la calle; parecía extranjera, suramericana quizá. Ambas intercambiaron una mirada lejana, de tanteo. Sin saber decirse por qué, mientras aguardaba a que abrieran el negocio, a la señora Justina, viuda de Llofriu, se le vinieron a las mientes los años del hambre, cuando el frío era más frío y se formaban colas frente a las casas de empeño y el monte de piedad: la vajilla, un colchón, la máquina de coser, cualquier cosa. Fue aquel músico quien le despertó más lástima: la cara famélica, el trombón bruñido como el sol de junio.
El dependiente le explicó que pagaban 21 euros por cada gramo de oro de 18 quilates. El anillo de tía Águeda pesaba exactamente 6,5 gramos.
-¿Y la esmeralda?
-Las piedras se descuentan del peso. Además, lamento decirle que no es buena; mucho me temo, señora, que se trata de simple corindón.
Con 120 euros en el monedero, doña Justina comenzó a escribirse en la cabeza la lista para la cena de Nochebuena, un banquete disparatado para una pensionista, una locura. Compraría jamón, jabugo del bueno. Y un puñado de almejas gallegas y salmón ahumado y fiambres de esos tan vistosos. Y una botella pequeña de cava; cuando ella y Llofriu eran jóvenes se decía «benjamín de champán». También se regalaría con un trozo de mantequilla francesa. Y los mazapanes, sobre todo. De ninguna manera podía olvidarse de comprar una caja. Cuánto le gustaba el mazapán a la pobre tía Águeda.
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