Una reflexión sobre la memoria

Somos (también) lo que olvidamos

Nuestra identidad, como nuestros recuerdos, es dinámica y evoluciona a lo largo del tiempo

ilu-30-03-2017

ilu-30-03-2017 / periodico

MARÇAL SINTES

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Sabemos que los recuerdos dependen de nuestra fisiología y de nuestras experiencias. Sabemos que olvidamos y que a veces los recuerdos duran muy poco, casi nada, pero a veces nos acompañarán hasta la muerte. Estos recuerdos, la memoria de cada uno, no son fijos o estáticos. Al contrario: los recuerdos y la memoria del pasado cambian a lo largo del tiempo. De modo que, si consideramos que nosotros somos, en el sentido profundo e íntimo del término, nuestra memoria particular y única, es imposible no concluir que nuestra identidad, como nuestros recuerdos, es dinámica, varía. Evoluciona, si lo queremos llamar así.

Nuestro cerebro, además, juega con nosotros –¿o deberíamos decir consigo mismo?– y a menudo nos hace creer, como ha demostrado Daniel Kahneman, entre otros, que actuamos aplicando la lógica cuando en realidad estamos haciendo todo lo contrario. El cerebro también juega con nosotros cuando se trata de los recuerdos. Piensen, por ejemplo, en algo que nos pasa a todos: siempre evocamos un pasado más colorido, más frondoso y más dulce de como fue en realidad. En nuestra cabeza el pasado siempre mejora. Somos animales inevitablemente nostálgicos.

REAGAN Y SUS PELÍCULAS  

Algunas veces, por ejemplo, también mezclamos hechos diferentes, construyendo uno nuevo, una hibridación. Otras veces recordamos cosas que en realidad no hemos vivido, sino que nos han sido explicadas por otras personas. O creemos haber vivido –como explicó Oliver Sacks que le ocurría a Ronald Reagan– acontecimientos que hemos visto en una película o un documental. Hemos retenido el hecho, pero hemos borrado la fuente. O se nos hace imposible, o muy complicado, distinguir entre experiencias vividas realmente y experiencias soñadas.

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Recientemente han aparecido nuevos trabajos científicos que confirman que es cuando dormimos que el cerebro modela nuestra memoria. Pese a que no está claro cómo funciona exactamente el mecanismo, y menos aún en los humanos, lo que parece es que durante la noche nuestra cabeza barre los recuerdos poco importantes y, en cambio, solidifica los más importantes, aquellos que pasarán a formar parte de nuestra memoria a medio y largo plazo. El sueño sería, pues, el gran escultor de nuestra identidad, además del basurero que se lleva lo que estorba.

LA ANOMIA Y LA HIPERMNESIA

La memoria es el resultado del tira y afloja entre el recuerdo y el olvido. En uno de los límites encontramos el olvido absoluto, la anomia. El alzhéimer borra nuestros recuerdos y, por tanto, nos borra a nosotros. Me cuesta imaginar una enfermedad más cruel, una crueldad que supieron reflejar Wash Westmoreland y Richard Glatzer en la película Still Alice (2014), protagonizada por Julianne Moore y basada en una novela homónima.

En el otro extremo encontraríamos el recuerdo absoluto. La incapacidad de borrar de la mente ni el murmullo más débil, ni el más humilde granito de arena. Justamente la hipermnesia inspiró un pequeño pero conocido relato de Jorge Luis Borges, Funes el memorioso, publicado en 1944. El personaje lo recuerda todo y, además, posee una capacidad sensorial extraordinaria. «Dos o tres veces había reconstruido un día entero; nunca había dudado, pero cada reconstrucción había requerido un día entero». Ireneo Funes «era incapaz de ideas generales, platónicas», por eso le molestaba «que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente)». Añade el escritor argentino, curiosamente, que a su personaje le costaba mucho dormir.

IMPOSIBLE ADMINISTRAR EL OLVIDO

Así como se han inventado técnicas que nos ayudan a recordar lo que queremos recordar, el olvido queda fuera de nuestro alcance. No podemos elegir qué queremos olvidar. No podemos, sencillamente, hacer desaparecer de nuestra mente lo que no deseamos volver a encontrar. Ni ordenar que se evaporen sufrimientos, dolores o traumas pretéritos.

El olvido no lo podemos administrar. Ni siquiera sabemos a partir de qué criterios ni de qué prioridades nuestro cerebro –nosotros– selecciona lo que hay que eliminar para siempre o durante un tiempo (hay recuerdos que vuelven, que resucitan impensadamente). ¿Por qué resuena aquella conversación y no otra? ¿Por qué aquel olor, concretamente aquél, nos transporta como un rayo a nuestra infancia? ¿Cómo lo hace nuestro cerebro para incluir o excluir, subrayar o difuminar?

No es una cuestión banal ni una simpática curiosidad. Todo lo contrario. Cada noche nos transformamos para convertirnos en lo que recordamos, pero también en lo que olvidamos.