La construcción de un Estado
Soberanía y medios de comunicación
El mercado permite que Catalunya disponga de dos cadenas de televisión privadas y una pública
Enric Marín
Periodista y profesor de la UAB
ENRIC MARÍN
El debate sobre la pertinencia de la reivindicación de la soberanía estatal catalana se ha centrado de forma preferente en tres cuestiones: viabilidad económica, legalidad del proceso y continuidad o no en Europa. Hasta ahora, los contrarios más acérrimos a la soberanía se han limitado a dibujar la hipotética independencia de Catalunya como un panorama dantesco. O apocalíptico. A su vez, algunos independentistas tienden a imaginar la soberanía como una especie de solución mágica. Muy probablemente, el debate está parcialmente desenfocado. Por un lado, la viabilidad económica de la Catalunya-estado es obvia, y en cuanto a Europa o la legalidad, todo dependerá de la voluntad política en un contexto democrático.
En mi opinión, la cuestión más relevante es doble y tiene que ver con los conceptos de necesidad y oportunidad. En primer lugar, ¿necesita hoy la sociedad catalana alcanzar el nivel de soberanía que corresponde a un Estado europeo? Y, después, ¿cuál es el campo de oportunidades y posibilidades que abriría la soberanía estatal en Catalunya? La respuesta a la primera pregunta depende de cómo se valore la capacidad del Estado español para asumir y reconocer con todas las consecuencias su pluralidad nacional interna. Pues bien, la experiencia autonomista de los últimos 30 años no permite casi ningún margen de optimismo. Creo que ya es una carpeta cerrada. El núcleo del debate ya está en la segunda cuestión: un Estado catalán, ¿para qué? ¿Vale la pena el proceso? O, ¿qué margen de posibilidades y de oportunidades abriría?
Lo primero que hay que considerar es que la creación de un Estado catalán significaría la apertura de un proceso constituyente que obligaría a repensar y elaborar las reglas del juego y los marcos regulatorios. Es decir, el sistema electoral y de partidos y todo lo que afecta a la regulación laboral, fiscal o financiera. También la arquitectura de las administraciones públicas, las prioridades inversoras o el sistema escolar. A la hora de responder a la pregunta de si vale la pena alcanzar la estatalidad desde Catalunya, la evaluación que se haga de las posibilidades y oportunidades del proceso es el factor clave. Y, paradójicamente, uno de los campos que menos se tienen en cuenta es la cultura y la comunicación.
Me gustaría centrarme en la comunicación. En escritos académicos y periodísticos he definido el espacio comunicativo catalán como un subsistema infeudado al sistema de comunicación que tiene el centro de poder en Madrid. A la salida de la dictadura franquista, Barcelona y Madrid compartían una cierta capitalidad en el ámbito de las industrias de la información y la comunicación. De forma desigual, esta cocapitalidad se expresaba en los campos editorial, cinematográfico o publicitario. También en el terreno de la prensa escrita, la radiodifusión o la televisión. Pero con el paso de los años, las políticas públicas que han hecho los gobiernos centrales de todo color han favorecido una progresiva centralización de las industrias culturales en Madrid.
Uno de los factores de mayor impacto ha sido la regulación del audiovisual. Particularmente, el diseño del mapa televisivo. La regulación del servicio público audiovisual y los criterios que han guiado las concesiones a operadores privados ha tenido un triple efecto: ha concentrado la producción en Madrid, ha minorizado la oferta en catalán y ha debilitado el mercado publicitario liderado por Barcelona. Y no hay que perder de vista que hoy el sector audiovisual actúa como eje vertebrador del sistema cultural y de todo el tejido industrial que lo acompaña.
Una de las prioridades que debería afrontar la Catalunya-estado sería definir un nuevo marco regulatorio del espacio radioeléctrico que permitiera establecer en qué condiciones qué operadores podrían trabajar en Catalunya. Si nos fijamos solo en la televisión, el cambio sería radical. De hecho, sería perfectamente posible y económicamente viable fijar un sistema propio con dos operadores privados y uno público, como ocurre en la mayor parte de los países europeos. En el 2010, el mercado publicitario televisivo español tenía un volumen de 2.471,9 millones de euros. De este pastel, los operadores catalanes no captaron más de 90 millones: casi el 4%. Pero el mercado catalán representa entre un 20% y un 25% del español. En la peor hipótesis, el mercado catalán no estaría por debajo de los 450 millones. Así pues, aplicando un sistema de financiación del servicio público audiovisual homologable al de otros países europeos, el mercado publicitario catalán haría sostenibles dos operadores privados con oferta generalista competitiva. El impacto directo e indirecto sobre el conjunto del sistema cultural y comunicativo podría ser muy netamente positivo.
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