El turno

El sensual placer de delatar

JORDI Mercader

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Confieso que soy fumador. Disfruto de un cigarro tras cenar en casa. No corro riesgo, pues, de ser delatado por ningún guardián de la revolución. Recuerdo perfectamente los pulmones del cadáver de un fumador expuesto en aquella escabrosa y didáctica exposición de cuerpos humanos, creo que traídos de China. Desde aquel día, tengo una idea muy gráfica del peligro del tabaco y comparto la necesidad de una acción pública preventiva. Y, sin embargo, temo tanto la devastación interna del humo como al fundamentalismo de ciertos activistas, convertidos en delatores oficiales al servicio de la ley.

Los fumadores activos, los pasivos y los neutrales nos acostumbraremos a vivir con los beneficios y los inconvenientes de la campaña antitabaco. La estadística oficial divulgará, tan pronto como le sea posible, los avances de la batalla. Y todos lo celebraremos. Pero quizá hayamos abierto la puerta a un nuevo vicio social, menos peligroso para la salud y la factura sanitaria, pero más pernicioso para el espíritu.

Prohibir debe ser un placer tan genial como fumar. Y delatar, una satisfacción sensual disfrazada de deber cívico. Prohibir y delatar, verbos que no deberían conjugarse de forma conjunta y menos por ley. Claro que la causa es buena, pero el sistema juguetea con el exceso de celo, la puñetería del vecino y competidor o la lectura malentendida de manuales de autoformación.

Durante un tiempo, la censura franquista prohibió aSara MontielsuFumando espero, pieza culminante deEl último cuplé. Ahora, algún radical podría considerar que la manchega eterna es una propagandista del delito. Seguramente exagero, como también debe ser infundado mi temor a que algún veterano fumador de la tercera edad vaya a sucumbir al frío de la terraza en la que apure su último cigarrillo. Lo que sí es seguro es el trabajo que va a tener el servicio de recogida de denuncias. Hay que ver cómo nos gusta que los demás cumplan la ley.