Sant Jordi sin canon

Hace una docena de años, circulaba un canon de los narradores catalanes en activo formado por Julià de Jòdar, Jesús Moncada, Quim Monzó, Miquel de Palol y Baltasar Porcel. Dos han muerto. Dos no escriben o no publican. El quinto se ha pasado por completo a un género ya menor. 

Algunos países mantienen, con notables posibilidades de éxito, la batalla para diferenciar la alta literatura de la escritura más o menos simplificada, destinada a entendimientos poco exigentes y nada sofisticados. No es nuestro caso, ni se observa voluntad suficiente, pública o privada, para que lo vuelva a ser.

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No tan solo para fijarse en la centralidad de la literatura en las sociedades, o para recordarla si sois canonistas, conviene leer la biografía de Jacint Verdaguer, escrita por Marta Pessarrodona y Narcís Garolera. El libro es canónico en el sentido de que es tan difícil de mejorar como de rebatir. Mossèn Cinto está ahí, entero, si no tal como era, que no lo acabaremos nunca de esclarecer, sí tal como se mostró. ¿Cómo un poeta fue el personaje más conocido, reconocido, popular, estimado, aplaudido, y también vilipendiado, de su tiempo? Lo fue. Sin Verdaguer, sin su obra y la tragedia que tuvo que vivir, el triunfo de la Renaixença habría sido mucho más azaroso.

La biografía canónica del padre del canon moderno pone de relieve, con toda precisión y rigor documental, el intríngulis de lo que podemos calificar como el 'caso Dreyfus' catalán, muy poco anterior al que dividió la sociedad francesa. Los paralelismos entre el 'En defensa propia' de Verdaguer y el 'J’accuse' de Zola son evidentes, con el agravante dramático de que Verdaguer era el denunciante y a la vez la víctima de la crueldad del poder que, después de halagarlo, le persiguió hasta la tumba. Mediante su rebelión, Mossèn Cinto, capellán conservador, se convirtió en el gran símbolo de la liberación de los oprimidos. Es un secreto, pero Catalunya va de esto.