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Que viene Sant Jordi

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Xavier Bru de Sala

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Como cada año, y más tal vez que en los últimos, nos volcaremos con un cordial frenesí a celebrar Sant Jordi, la fiesta más singular e impresionante de Barcelona, la que sintoniza con más gente de forma espontánea. Quizá la única que no está organizada, a su manera tan benévola como despótica, por el Ayuntamiento. También la única que no propicia un comportamiento adocenado. Participar en la Diada también es elegir, por lo menos un libro.

El valor de la fiesta radica en un civismo tan ejemplar que desmiente cualquier acusación de violencia ciudadana

No siempre tenemos presente que la cultura y la naturaleza se combaten y se desprecian desde que los humanos coronaron, 'soi disant', la creación. Pues bien, la cultura y la naturaleza se quieren por Sant Jordi. Pasear en compañía, deambular en masa, formar parte de la masa que vaga, bajo el signo de la rosa y el libro. La armonía de los contrarios, cultura y naturaleza, tan sencilla como potente, se ve aderezada con un civismo tan ejemplar que desmiente cualquier acusación de violencia ciudadana. Ahí radica el valor singular de esta fiesta destinada a la universalidad.

Rosas amarillas

Los medios de comunicación se llevan buena parte del mérito en el éxito de la fiesta, aunque no hayan encontrado la forma de promocionarla sin hacer que se parezca ridículamente a una carrera del circuito de una imaginaria Fórmula L (L de letra). Ya hace días que los partidarios de distinguir entre pienso y literatura arrojamos la toalla: Imposible, no solo apostar por la primacía de la calidad sino por una simple reserva comanche. La demanda del potentísimo sistema editorial supera la capacidad de producción legible de los autores. Tal vez algún día descubriremos que, tras la historieta oficial, en realidad fue el dragón quien salvó a la princesa de caer en manos del voraz caballero.

Habrá rosas amarillas, claro, junto a las rojas, pero eso, lejos de desvirtuar la Diada, concretará un poco su tradicional sentido vagamente reivindicativo de no se-sabe-qué. Ay, los catalanes.

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