El segundo sexo

Sant Jordi antes de Sant Jordi

A veces parece que nuestras costumbres son ancestrales, pero esta tuvo la oposición de los libreros

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CARE SANTOS

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Las personas tendemos a pensar que nuestras costumbres más arraigadas, aquellas de los que nos sentimos tan orgullosos, son ancestrales. Sant Jordi, por ejemplo. Como si esta celebración nuestra de la primavera y la cultura se celebrara desde el día siguiente de inventarse Gutenberg la imprenta. Las hemerotecas dan muchas sorpresas.

El 23 de abril es aquel día del año tan extraño en que los editores están contentos. Al menos, por la mañana. Pero no siempre ha sido así. El 23 de abril de 1931 estaban muy enfadados. El Gobierno de la Generalitat recién constituida, con Francesc Macià a la cabeza, había decidido juntar la fiesta del Libro con la de Sant Jordi, patrón de Catalunya.  Hasta el año 1931 el Día del Libro lo celebrábamos el 7 de octubre, día del nacimiento de Cervantes. La calle se llenaba de puestos y los editores presentaban novedades. El cambio no gustó nada. Los editores creían que el 23 de abril era demasiado cerca de finales de mes. Preferían el 7 de octubre, porque los trabajadores hacía menos que habían cobrado. Esto decían, cuando menos. Después de aquel primer Sant Jordi, enviaron una carta al Gobierno, acusándolo de la bajada estrepitosa de las ventas que habían sufrido y pidiendo que las cosas volvieran a ser como antes. Sin embargo, tuvieron que reconocer que «la coincidencia con la festividad de nuestro santo patrón favoreció la fiesta en su aspecto callejero».

En la prensa, incluso los cronistas conservadores llamaban a la nueva jornada «una fiesta simpática» y reconocían que había sido «lúcida y animada». Continuaban, sin embargo, reivindicando el 7 de octubre en nombre de la gente modesta, porque -según ellos- «la gente rica compra libros siempre» y no necesita beneficiarse del 10% de descuento «con que los libreros nos obsequian» por Sant Jordi.

En cuanto al «aspecto callejero», las calles de aquel 23 de abril de hace 84 años debían de parecerse bastante a los que veremos el próximo jueves: «Librerías desbordantes de ese fruto de la inteligencia, que es el libro» (¡bonito!) y por todas partas

-la Rambla, plaza de Catalunya, Pelai y «Cortes» -paradas «artísticamente adornadas». La ciudad desbordaba alegría y estaba «rebosante de buen humor» porque, además, felicidad completa, aquel Sant Jordi de 1931, como para celebrar que nos habíamos inventado algo estupendo, que lo sobreviviría todo, que acabaría por ser un signo nuestro de identidad, hizo un día precioso.

Que los editores se enfadaran el primer año se entiende: tuvieron solo seis meses para preparar novedades. Pero se acostumbraron rápido. En 1935, la fiesta ya parece de toda la vida. Leemos: «La mayoría de nuestros autores celebran en súper forma el tradicional Día del Libro con la publicación de una obra nueva». Entre los escritores que sacaron novedades ese año encontramos a Carles Soldevila, Prudenci Bertrana, Joan Oller y Rovira i Virgili. Acababa de salir una edición conmemorativa del 25º aniversario de La ben plantada de Eugeni d'Ors y se destacaba una traducción de François Mauriac. En total, los diarios se hacen eco de una docena de libros. Una oferta modesta si la comparamos con la avalancha de hoy en día. Los autores, sin embargo, no firmaban a pie de parada, sino que se concentraban todos en el Ateneu de Gràcia de ocho a nueve de la noche. Los anunciados eran Carles Riba, Joan Alavedra (padre de Macià Alavedra), un joven Sebastià Joan Arbó y el mismo Soldevila. Lo mejor de la jornada, sin embargo, es una conferencia que ofreció en la Unió Cooperativista de Barcelona un tal señor Antoni Puiggarreta y que llevaba por título: «Tenemos que esforzarnos en leer libros». ¡Por supuesto que sí!

Antes de 1931, sin embargo, la fiesta de nuestro «santo patrón» era menos estimulante. Abrían las puertas del Palau de la Generalitat (que era el palacio de la «Diputación», porque la Generalitat no había sido aún restablecida y la Mancomunitat había sido suprimida por Primo de Rivera en 1925) y los oficios religiosos eran los protagonistas (misa a las 7, a las 8, a las 9.30, a las 11). Los diputados comulgaban con sus familias y la prensa informaba de que habían recibido «la sagrada forma». Después, había bendición de flores en la calle. Y por la tarde,  rosario y cantos a Sant Jordi. Qué juerga.

Pero no todo eran misas. A mediodía de aquel último Sant Jordi florecido pero iletrado, se ofreció un concierto en la Casa de la Caritat, donde entre otras piezas la banda interpretó La santa espina. Tuvieron que volver a tocarla  varias veces, «ante los delirantes aplausos de la concurrencia». Este delirio de la concurrencia, el sol de primavera, la reina de las flores, el «santo patrón» incluso Cervantes -que quería a Barcelona y murió el día que tocaba, pobre hombre- son las casualidades que se han sumado para hacer un día único. El mejor del año, para algunos como yo. Buena Diada de Sant Jordi a todos.