Salir de las trincheras para gobernar
Albert Sáez
Director de EL PERIÓDICO
Soy periodista. Ahora en EL PERIÓDICO. También doy clases en la Facultat de Comunicació Blanquerna de la Universitat Ramon Llull.
ALBERT SÁEZ
Los electores salieron poco de la trinchera para votar. El panorama no es nada fácil. Hay casi dos millones de catalanes que no están de acuerdo con la gobernación de la Generalitat que han tenido en los últimos años, desde el 2012, más o menos. No les gusta el horizonte de la independencia ni mucho menos el camino que habría que recorrer para lograrla: el rompimiento con España, la salida ni que sea momentánea de la UE, los costes económicos de la transición. Además, defienden a España y al Estado que la representa. Son gente de carne y hueso. No son súbditos ni funcionarios coloniales. Viven y trabajan en Catalunya, son catalanes, tanto como lo quieren ser. Puesto que algunos independentistas pretendieron ignorarlos en la última legislatura han decidido jugar en su campo: se han agrupado en torno a una lista electoral, de color llamativo –el naranja- y han lucido también sus banderas, en los balcones y en las muñecas. Han votado masivamente, pero contra el mantra de los últimos 37 años no han arrasado, han ganado por la mínima y, a priori, no cuentan con la aritmética necesaria para gobernar. Están muy por encima de los dos millones si defienden también una salida negociada al embrollo.
En Catalunya también hay algo más de dos millones de personas que no quieren seguir en España, posiblemente no quieren seguir en esta España, aunque una parte de su percepción esté plagada de tópicos. Pero la realidad es que no están abducidos, ni infectados, ni descabezados. Persisten una y otra vez en plantear un reto a un Estado que no sienten como propio, y por ello lo juzgan despectivamente. Han pasado la prueba del tiempo, del desgaste, de la movilización casi permanente, de la represión policial, de la marcha de empresas, de la cárcel, del exilio y del juzgado. Y todo ello no les ha hecho cambiar de opinión. No han perdido peso ni relativo ni peso absoluto. Pero no son la mayoría que erróneamente dijeron sus dirigentes que eran tras el 27-S. El Estado los ha tratado como iluminados, ilusos, delincuentes, sediciosos y secesionistas. Pero ellos se ven catalanes con la misma naturalidad que otros tantos se ven españoles. Han votado masivamente y han perdido por la mínima. Pueden formar gobierno, pero posiblemente no saben para qué. Son demasiado fuertes para abandonar y demasiado débiles para sacar a sus dirigentes de la prisión o devolverlos, con garantías, del exilio.
En la anterior legislatura, unos y otros trataron de encubrir sus respectivas impotencias elevando el tono de voz y la épica de sus relatos. En las primeras horas de este infernal 22-D se han mostrado algo más contenidos. Tres mujeres –Inés Arrimadas, Elsa Artadi y Marta Rovira- tienen en sus manos engarzar un relato que no ignore la existencia del otro, que no lo equipare a un simple instrumento de las élites, que no lo vea ni como un abducido ni como un súbdito. Si la anterior legislatura se planteó como un duelo entre Catalunya (una parte) y España (el Estado), la que empezó el 21-D podría ser la del diálogo interno, la de la transgresión. Y quizás la primera debería ser que Ciudadanos fuera el primer grupo en intentar formar gobierno, para que se haga evidente lo obvio, que el filtro estroboscópico de la polarización no se corresponde a la realidad catalana. Sería un buen punto de partida. Seamos realistas, pidamos lo imposible.
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