Opinión | Análisis

Miqui Otero

Escritor

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Simpatía por el débil

Mick Jagger

Mick Jagger / EFE

Es habitual en la música pop tener fans más jóvenes que tú. No es tan fácil lograrlo cuando tienes más de 70 años.

Mick Jagger declaró en su día: "Preferiría estar muerto a verme cantando 'Satisfaction' con 55 años". Bien, todos pecamos de bocazas: yo un día, mientras libaba un Trinaranjus acompañado de mi padre, que daba buena cuenta de una Voll-Damm, miré mi refresco en la Bodega Alegria y le aseguré que yo jamás, pero nunca nunca, cambiaría de bebida. Por otro lado, el líder de los Stones rebasa la edad marcada por dos décadas, así que no tiene por qué dar explicaciones: un tipo de mediana edad comportándose como un adolescente puede tener algo de patético, pero lo de Jagger es ya como ese abuelo excéntrico que baja a por el pan en pijama, gafas de sol de montura violeta y calzando las Reeebok the Pump de su nieto. El patetismo ha mutado en heroísmo.

Jagger siempre estuvo ahí. Es como un pionero del 'photobomb' de grandes acontecimientos: entre su detención por posesión de drogas para intentar estigmatizar el Londres contracultural de los 60 y Donald Trump moviendo el cucu en sus discursos con 'You can’t always get what you want' han pasado muchas cosas. A él, al mundo, también a ti. En 'Los Simpson' se lo representa con gorrita de contable y acaso es esa una clave para entender su olfato para chupar plano histórico: tocó en el 90 en el Berlín Oriental, con los cascotes del Muro aún calientes, y también recientemente en La Habana, con una Cuba en tránsito. Hasta se ha olido la tostada 'estelada' y aparece por aquí tres días antes del 1-O. Es probable que se colgara del hombro de Napoleón en Waterloo, que animara el crepitar del primer fuego, que bailara alrededor de Trotski enarbolando un piolet. Mira bien tu álbum familiar: puede que aparezca sacando la lengua detrás del sacerdote en tu primera comunión (ahí, cuando decía "líbranos de cualquier perturbación"), marcando morritos y blandiendo la espada de la tarta nupcial en la boda de tu cuñado o bailando en plan Tina Turner cuando tu madre te pilló masturbándote. En mi vida siempre ha estado: cuando mi primera novia y yo lo dejamos, ella solía llamarme y respirar en plan Darth Vader sin hablar mientras sonaba 'Angie' (según ella, nuestra canción); durante años llevé cinturón blanco en honor a Brian Jones, y una vez vendí latas de cerveza en la entrada de uno de sus conciertos.

Jagger es el que sigue con la corbata anudada en la cabeza cuando los novios de esa boda ya se han divorciado

¿Saben aquella película de Luis Buñuel en la que unos burgueses no logran salir de casa durante horas y horas? Exacto: 'El ángel exterminador'. Lo de Jagger es justo lo contrario: no puede entrar y la suya llevaría por título 'El after exterminador'. Jagger es el que sigue con la corbata anudada en la cabeza cuando los novios de esa boda ya se han divorciado, es el que proclama que la noche es joven cuando los Donuts de la cafetería ya se han acabado, es el que grita "Mira mamá, sin manos" andando con su tikitaka. Y, pese a sus patrocinios constantes y su voracidad fenicia y los precios absurdos de sus entradas, hay algo potente ahí en una sociedad con tal culto a la juventud. No hay que pedirle nuevas canciones, del mismo modo que prefieres que tu abuelo te explique de nuevo aventuras de los maquis.

Hace tiempo que los Stones son más holograma que carne, más 'establishment' que rebelión y más hechizo que realidad: la bobina de 'hits' se repite en la pantalla, así que la acción no está ya ahí arriba, sino abajo, con los débiles, con los que enferman y no tienen millones y aún convierten el precio de la entrada a pesetas para calcular si pueden pagarla, con los que se hipotecan para ir a verlos tocar: el taxista que lleva 'Under My Thumb' como politono, la panadera que tararea 'Brown Sugar', el hombre del tiempo que grita 'Get out of my cloud', los que dicen Rollins y los que dicen Stones, los que los escuchan y los que los oyen, tú y yo y el resto que nacemos, crecemos, nos reproducimos, morimos, desaparecemos mientras Jagger corretea por el escenario como si su americana de lamé estuviera en llamas. Aunque hace tiempo que no arda de verdad (de ser así ya se habría consumido), lo importante es que los de abajo disfrutan con el fulgor. Son ellos quienes lo encienden.