La clave
Impotencia municipal
En el asunto de las remunicipalizaciones, el drama para el ciudadano es cuando un servicio deja de ser considerado público
Albert Sáez
Director de EL PERIÓDICO
Soy periodista. Ahora en EL PERIÓDICO. También doy clases en la Facultat de Comunicació Blanquerna de la Universitat Ramon Llull.
Albert Sáez
Falta un año para que volvamos a elegir a nuestros alcaldes. La legislatura municipal que finaliza debía tener un fuerte componente económico. Muchos electores confiaron en la denominada nueva política porque los hachazos de la crisis se hicieron especialmente cruentos en el entorno urbano: vivienda, servicios públicos, paro hiperlocalizado, etcétera. La realidad ha demostrado que la presunta voluntad política de los nuevos alcaldes no ha conseguido superar la impotencia de los municipios para cambiar las reglas del juego del sistema económico que hoy son fundamentalmente globales. El último episodio lo explicó este viernes Olga Grau. Unas enmiendas introducidas en la ley de contratos del Estado pueden dejar sin efecto la ola de remunicipalizaciones de servicios públicos tan largamente anunciada. La nueva legislación, de ámbito estatal, obliga a un par de cosas de sentido común: a introducir una instancia autonómica en la tramitación de la revocación de los contratos para que la medida sea administrativamente recurrible antes de llegar a los tribunales y la obligación de respetar las subrogaciones de los trabajadores en caso de revocación de las concesiones. La tercera restricción entra en el núcleo de la cuestión: la recuperación de la gestión de servicios municipales deberá demostrar su eficiencia. Es el reverso de lo que la misma ley exige para privatizar cualquier servicio público o subcontratarlo.
En el asunto de las remunicipalizaciones es justo el debate que no hemos afrontado, el de eficiencia. Hemos entrado en el asunto desde la perspectiva ideológica y moral. Hay quienes se limitan a afirmar o a negar la necesidad de un determinado tipo de gestión porque quieren un tamaño mayor o menor del Estado. Aquí nos ha faltado algo de finura: la cuestión no es quién gestiona un servicio, sino quién es el titular del mismo. Desde el punto de vista de los derechos ciudadanos, el drama es cuando un servicio deja de ser considerado público, o sea, esencial, o sea sometido a regulación. Y no cuando se cambia el modelo de gestión donde debe guiarse la decisión por la eficiencia: quién puede ofrecer el servicio a un coste más razonable. Pero este tipo de racionalidad está reñida con la dimensión moral de la nueva política movida, como se ha visto en el asunto del chalet de Pablo Iglesias, por la envidia antes que por la integridad.
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