La rueda

Reírse de uno mismo

No todos tenemos la capacidad o la voluntad de reconocernos en una obra de teatro cómica

CARLES SANS

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No sé si tener la inevitable propensión de fijarme en lo que hacen o dicen los demás es una deformación profesional o simplemente es algo inherente a mí. Observo los gestos con ojos bien abiertos y escucho las palabras y los tonos con que las dicen, atento a encontrar el ademán que enriquezca, al gesto peculiar que complemente o al tono característico que dote de carácter y sume en la elaboración de un personaje que se deba interpretar. Un personaje que estará compuesto de mil detalles prestados por aquellos que me han dado, sin saberlo, un movimiento, una mueca o una frase retenida en mi memoria a la espera de que me pueda ser útil. Tengo un amigo que dice que lo mío es voyeurismo; tal vez sí, no lo sé. Pero está claro que el ser humano es la principal fuente de riqueza para los que reinterpretamos la vida, en mi caso desde la comedia, a través de historias más o menos ciertas, más o menos imaginadas.

Al público le gusta ver en una comedia situaciones que siente haber vivido en alguna ocasión; gestos y actitudes característicos de personas reconocibles. Aunque, a decir verdad, lo que más le gusta es reconocer al prójimo más que a sí mismo. Las actitudes cómicas o ridículas nos resultan más divertidas si las vemos reflejadas en los demás y no en nosotros. Y es que no todos tenemos la capacidad o la voluntad de reconocernos, sobre todo si hay parodia de por medio.

Recuerdo una anécdota vivida hace unos años en París cuando interpretábamos Exit, en la que parodiábamos a tres turistas francesas que transitaban por un aeropuerto. Al ser francesas, nos inquietaba ver cómo lo encajaría el público parisino. La noche del estreno se rieron mucho y una señora, a la salida del teatro, me felicitó por el número de las tres suizas. Lo que confirma que no siempre uno se reconoce ante la parodia.