Opinión | EL ARTÍCULO Y LA ARTÍCULA
Juan Carlos Ortega
Juan Carlos Ortega
Un regalo olvidado
Jamás pensé que pudiera ocurrirme. Me di cuenta sobre las diez de la noche. Había olvidado darle a mi hijo uno de sus regalos de reyes. Él no lo echó en falta porque ya quedó contento con lo que le trajeron, y las horas fueron pasando sin que yo recordara que un paquete continuaba envuelto, escondido debajo de mi cama.
Al acostarme y dejar las zapatillas, lo encontré donde lo dejé. La primera reacción fue llamar a mi hijo, despertarle, y decirle que había un nuevo regalo que los reyes dejaron escondido. Luego, meditándolo mejor, decidí guardarlo. Después de todo, el día de reyes ya había pasado y no es cuestión de romper una tradición por un despiste.
Así que, dándole una ligera patada, lo escondí un poco más, desplazándolo hasta casi la mitad del suelo que hay bajo la cama. Pero claro, los padres somos tontos, y enseguida me sentí culpable. ¿Cómo no dárselo? ¿Por qué quitarle la felicidad de otro juguete? A punto estuve de entregárselo, inventando cualquier excusa, pero al momento volvieron a emerger las dudas: ¿No quedó ya contentísimo con lo que le han traído? ¿No se extrañará si se lo doy 12 horas después? Y, sobre todo, ¿no es una marranada despertarlo, pobre?
«Nada, mejor lo dejo donde está», me dije convencido. «Lo guardaré para cuando sea su cumpleaños. O cualquier día, sin que venga a cuento, se lo saco para darle una sorpresa».
Al acostarme y dejar las zapatillas, lo encontré donde lo había dejado. Le di una leve patada, y lo escondí un poco más
Me puse a dormir feliz por haber tomado la decisión más razonable, pero sobre la una me desperté algo aturdido. No podía dejar de pensar en el juguete, un 'lego' precioso metido en una caja gigante y colorida. «¡Qué ilusión le haría si se lo diera!», pensé tumbado en la cama. «Pero no, mejor no hacerlo. La decisión ya está tomada. Venga, ponte a dormir, Juan Carlos», me repetí varias veces.
Pero me fue imposible. Por mucho que me concentrara, no llegaba el sueño. Y entonces, sin saber por qué, empecé a pensar en mi infancia. ¡Cuánta ilusión me habría hecho a mí un regalo como ese! Me imaginé las piezas amarillas, rojas, verdes y azules del 'lego' y no me avergüenza decirles que me entraron unas ganas enormes de ponerme a jugar.
«¿Y si lo abro y lo monto?», me pregunté. Encendí la luz y, como si estuviera poseído por un niño, me puse debajo de la cama hasta alcanzar el paquete. Le quité el papel en el que yo mismo lo había envuelto, abrí la caja y saqué las cinco bolsas con piezas que contenía. Puse sobre la mesa el librito de instrucciones y empecé a construir el robot Ninjago.
Poco a poco iba tomando forma el precioso androide. Las patas, los brazos, una especie de lanzamisiles en los puños. Estaba embobado haciéndolo. Incluso sacaba un poco la lengua por un lateral de la boca mientras encajaba las piezas, como hacen los niños cuando dibujan.
Justo cuando terminé de montar las articulaciones de las rodillas, se abre la puerta de mi habitación y entra mi hijo. Papá, me he despertado porque haces un poco de ruido. ¿Papá? ¿Qué estás haciendo? ¿Qué haces con el robot de Ninjago? ¿De dónde ha salido ese 'lego'?
Tragué saliva, lo miré fijamente, muy serio, y le dije: «Hijo, es un regalo que me han traído los reyes, pero si te gusta te lo regalo». Y él, con los ojos entornados y cara de muchísimo sueño, me respondió: «No, quédatelo tú, pero no hagas ruido, de verdad, que estaba durmiendo».
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