La rueda

El refugiado que queremos

Somos compasivos con los sirios que huyen pero no con los que se suben a la valla en Melilla

NAJAT EL HACHMI

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Celebro sinceramente el cambio de actitud ante el conflicto de Siria y las dramáticas consecuencias que tiene para sus habitantes. Me reconcilia con la especie humana ver que ahora domina la compasión y la empatía con los refugiados y no aquella indiferencia fría que hace cuatro años que dura. Porque hace cuatro años todos vimos truncadas nuestras esperanzas en las llamadas primaveras árabes, se nos encogió el corazón de repente al comprobar que los anhelos de apertura y cambio de todo un país eran aplastados sin piedad y con crueldad por los que ostentaban el poder. Despertamos de repente del sueño de ver imponerse el orden democrático y entendimos que en la zona hay demasiados intereses en juego como para dejar que fructifique otra manera de hacer las cosas. Hace cuatro años que llegan imágenes como las del pequeño náufrago, imágenes de niños víctimas de la guerra.

Este auge de la solidaridad, sin embargo, se vuelve inquietante cuando adopta según qué formas. Mostramos toda la compasión del mundo hacia los sirios pero no hacia los encaramados en la valla de Melilla, los retornados en caliente, los que han naufragado en el Mediterráneo en las últimas décadas. Quien escapa de la guerra merece todo nuestro apoyo, al que escapa de la pobreza hay que marcarle, controlarle, es peligroso. Esta criminalización del pobre se evidencia aún más cuando algunos de estos nuevos conversos a la solidaridad destacan de los refugiados que son de clase media, muchos con estudios universitarios, profesionales. No lo dicen pero lo piensan: son personas normales, no pobres. Por eso mucha de la gente indignada con lo que pasa en Hungría no pedirá nunca que se cierren los Centros de Internamiento para Extranjeros (CIE) o más derechos para los inmigrantes que ya están aquí. Será que separa más la clase que el origen y que en nuestro imaginario siempre nos igualamos con el otro al alza.